jueves, 17 de septiembre de 2009

Bergson (y 2)

2. El pensamiento de Bergson
Aspectos generales
Henri Bergson nació en 1859 y murió en 1941. Su pensamiento se ve alimentado por la crítica antipositivista del espiritualismo y, desde muy temprano, se caracteriza por su preconizar la importancia de la consciencia. Su primer libro publicado fue, por cierto, Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia.  Otras obras suyas son La evolución creadora, donde plantea la tesis de que es una fuerza, un impulso vital (el élan vital), el que recorre a la consciencia y a la materia. También resulta relevante su libro Duración y simultaneidad, donde hay un planteamiento muy original del tiempo.
Aquí abordaremos precisamente estos tres aspectos: la noción de duración, la intuición y la teoría bersgoniana del impulso vital.
2.1. El concepto de duración
La concepción de tiempo que aporta Bergson proviene de la teoría de la relatividad de Einstein. Se caracteriza como duración, a la cual está opuesta la concepción matemática de tiempo (entendido como unidades temporales recortadas nítidamente y sucesivas linealmente). La duración implica a la conciencia. Los estados de conciencia pasados y presentes están en una continuidad fluida. Hay un flujo temporal de consciencia. Abbagnano (p. 324) dice: “La duración es el progreso continuo del pasado, que roe al futuro y se acrecienta avanzando. La memoria no es una facultad especial, sino que es el mismo devenir espiritual que espontáneamente lo conserva todo en sí mismo. Esta conservación total es al mismo tiempo una creación total, ya que en cada momento, aun siendo el resultado de todos los momentos precedentes, es absolutamente nuevo respecto a ellos”. Esta es una perspectiva de tiempo que busca superar el determinismo, incluso, el determinismo historicista.
Existir es pasar “de un estado a otro estado. Tengo frío o calor, estoy alegre o triste, trabajo o no hago nada, miro lo que me rodea o pienso en otra cosa. Sensaciones, sentimientos, voliciones, representaciones, tales son las modificaciones entre las que se reparte mi existencia y que la colorean alternativamente. Cambio, pues, sin cesar”. (Henri Bergson: Memoria y vida. Textos escogidos por Gilles Deleuze, Alianza Editorial, Madrid, 1977, p. 7).
Los estados de conciencia no son bloques claramente delimitados. “Tomemos el más permanente de los estados internos, la percepción visual de un objeto exterior inmóvil. El objeto puede permanecer idéntico, y yo puedo mirarlo desde el mismo lado, bajo el mismo ángulo, con la misma luz: la visión que de él tengo no por ello difiere menos de la que acabo de tener, aunque no fuera porque mi visión ha envejecido un instante. Ahí está mi memoria, que inserta algo de ese pasado en este presente. Mi estado de alma, al avanzar en la ruta del tiempo, crece continuamente con la duración que recoge; por decirlo así, hace bola de nieve consigo mismo” (ibídem, p. 8). Hay una aparente continuidad de la vida psicológica que radica “en una serie de actos discontinuos: donde no hay más que una suave pendiente, siguiendo la línea quebrada de nuestros actos de atención, creemos percibir los peldaños de una escalera. Cierto que nuestra vida psicológica está llena de imprevistos. Surgen mil incidentes que parecen cortar con lo que les precede sin por ello vincularse a lo que les sigue. Pero la discontinuidad de sus apariciones destaca sobre la continuidad de un fondo sobre el que se dibujan y al que deben los intervalos mismos que les separan: son los golpes de tímbalo que estallan de cuando en cuando en la sinfonía”. Este ejemplo es valioso, porque la música es continuidad, flujo continuo, aunque parezca que hay interrupciones.
El concepto de duración se opone al de tiempo espacializado, el “tiempo descompuesto en estados, cada uno de los cuales representa el lugar en que estaría el cuerpo si allí interrumpiéramos el movimiento. Pero el movimiento y sus presuntos estados no son algo en lo que el cuerpo está, sino justamente al revés, algo en que el cuerpo no queda, sino pasa. Y este estar pasando es justo el movimiento, lo que la ciencia no aprehende”. (Cinco lecciones de filosofía, p. 180).
La duración dista de ser una sucesión esquemática. Bergson tiene, pues, una concepción no determinista del tiempo: “La pura duración podría muy bien no ser más que una sucesión de cambios cualitativos que se funden, que se penetran sin contornos precisos, sin tendencia alguna a exteriorizarse unos en relación con los otros, sin parentesco alguno con el nombre: esto sería la heterogeneidad pura”. (H. Bergson, Memoria y vida, p. 16) La duración es el tiempo, pero considerado de forma dinámica: “la Duración real es lo que siempre se ha llamado el tiempo, pero el tiempo percibido como indivisible. No estoy en desacuerdo con que el tiempo implica sucesión. Pero que la sucesión se presente en primer lugar a nuestra conciencia como la distinción de un ‘antes’ y de un ‘después’ yuxtapuestos, esto ya no podría aceptarlo. Cuando escuchamos una melodía tenemos la impresión más pura de sucesión que podemos tener —una impresión tan alejada como es posible de la de simultaneidad—, y sin embargo es la continuidad misma de la melodía y la imposibilidad de descomponerla lo que causa en nosotros esa impresión” (Memoria y vida, p. 21).
Bergson parte de la idea de cambio. Pero el cambio no es sucesión en el tiempo, valga decir, sucesión lineal, progreso, tal como lo entiende el positivismo (y también Hegel). Lo que hay tras el movimiento no es la sucesión de “estados”, sino la duración misma: “Tomar esta sucesión como si fuera el movimiento mismo, es ser víctima de lo que Bergson llama la ilusión cinematográfica del movimiento. El cine, en efecto, hace pasar con gran rapidez muchas imágenes que nos dan la impresión del movimiento. Pero lo que la pantalla nos ofrece no es el movimiento; las imágenes de la pantalla no están en movimiento. Para que lo estuvieran, haría falta que cada imagen saliera de la anterior como una prolongación interna, como una tensión que se va desplegando en otras diversas imágenes. Pero entonces, el movimiento ya no sería sucesión en el tiempo, sino durée pura, una multiplicidad meramente cualitativa de la tensión dinámica misma. Tanto en su aspecto cualitativo, como en su aspecto mecánico, la ciencia física ha espacializado el tiempo, con lo cual el tiempo mismo se le ha escapado.” (Cinco lecciones de filosofía,  p. 181).
Bergson lo explica, a su vez, valiéndose de la aporía de Zenón: “¿Podemos considerar la flecha que vuela? En cada instante, dice Zenón, está inmóvil porque no tendría tiempo de moverse, es decir, de ocupar por lo menos dos posiciones sucesivas, a no ser que, por lo menos, se le concedan dos instantes. En un momento dado está por tanto en reposo en un punto dado. Inmóvil en cada punto de su trayecto, está inmóvil durante todo el tiempo que se mueve. Sí, si suponemos que la flecha puede estar alguna vez en un punto de su trayecto. Sí, si la flecha, que es lo móvil, coincide alguna vez con una posición, que es la inmovilidad. Pero la flecha no está nunca en un punto de su trayecto. (...) Igual que el shrapnell, proyectil que por estallar antes de tocar tierra cubre con un peligro indivisible la zona de explosión, la flecha que va de A a B despliega de un solo trazo, aunque en una extensión determinada de duración, su indivisible movilidad. Suponed un elástico que estiráis de A a B, ¿podrías dividir su extensión? El curso de la flecha es esa extensión misma, tan simple como ella, indivisible como ella. Es un solo y único salto” (Memoria y vida, p. 19). Las acotaciones temporales, nos dice Bergson, en las cuales el movimiento de la vida se suspende, existen únicamente a nivel conceptual: “Suponer que el móvil está en un punto del trayecto es cortar, mediante un tijeretazo dado en ese punto, el trayecto en dos y sustituir por dos trayectorias la trayectoria única que se consideraba en primer lugar. Es distinguir dos actos sucesivos allí donde, por hipótesis, no hay más que uno. Es, por último, llevar al curso mismo de la flecha todo cuanto puede decirse del intervalo que ha recorrido, es decir, admitir a priori el absurdo de que el movimiento coincide con lo inmóvil” (Memoria y vida, p. 20).
2.2. El impulso vital
Así como no es posible hacer recortes en el tiempo, tampoco podemos hacer lo mismo con la conciencia, pretendiendo que en ella hay una sucesión lineal de estados de conciencia. Para Bergson, hay un torrente, un flujo de conciencia, una energía: “la conciencia no es una multiplicidad numérica de estados, sino una multiplicidad cualitativa de un solo estado, que como un élan (un torrente, decía W. James), dura y se distiende sin cesura. El tiempo de la conciencia no es la sucesión de diversos estados, sino la durée de un mismo estado. Por esto es que los estados mentales no se hallan determinados los unos por los otros según una ley, sino que por el contrario, constituyen una realidad única y durativa, aprehensible por intuición. Más aún, cuando yo decido una acción, no son los motivos los que me determinan, sino que por el contrario, eso que llamamos motivos no son sino yo mismo motivando mi acción. La esencia de la durée de la conciencia es lo contrario de determinación: es libertad. Sólo sumergiéndonos en nosotros mismos por intuición es como aprehendemos la realidad inmediata de nuestra conciencia”. (Cinco lecciones de filosofía, p. 182).
El élan es lo que distingue a la vida: “(...) la vida misma es esa especie de élan, que se va abriendo paso a través de la materia. La ciencia llama vida al organismo. Pero el organismo no es sino la impronta sobre la materia de la durée, del élan en que la vida consiste”. (Cinco lecciones de filosofía, p. 182). Esto le imprime una nueva significación a la constatación de la materia como base de la vida. La materia no es una esencia estática, sino que es partícipe del élan vital. Esa expresión de la energía vital es el organismo.
Así, el movimiento es lo que caracteriza a la realidad y a todo cuanto la constituye: “Por dondequiera que se tome la cuestión, pues, la realidad es pura durée. Cada cosa es un élan, una durée, un impulso o tensión dinámica interna. Lo demás es tiempo espacializado para los usos de la vida práctica y de la ciencia que de ella ha nacido”. (Cinco lecciones de filosofía,  p. 182).
“Estas distintas duraciones que constituyen el todo de lo real no están meramente yuxtapuestas para Bergson. Poseen una interna articulación sumamente precisa: es la evolución. (...) Bergson ha escrito ciertamente que la vida es un élan, desde la más modesta ameba hasta el espíritu más selecto como el de Santa Teresa. Pero este élan no es una transformación, sino justamente lo contrario: es una invención en cada una de sus fases, o, como dice Bergson, es una evolución ‘creadora’ de algo nuevo, imprevisible por no hallarse contenido en la fase anterior. Y esto no sólo por lo que concierne al espíritu, sino por lo que se refiere a la vida en general” (Cinco lecciones de filosofía, pp. 200-201).
2.3. La intuición
Bergson plantea que el conocimiento conceptual no puede agotar la riqueza del tiempo considerado como duración y, por ende, como movimiento. El conocimiento conceptual, en el que se apoyan las ciencias, tendría un valor orientativo con respecto de la realidad: “Todo concepto es un esquema de la realidad. Ahora bien: este esquema se puede utilizar de dos maneras distintas, al igual que para conocer una ciudad se pueden utilizar de dos maneras distintas el plano y las fotografías de ella. Una consiste en servirse de estos elementos para visitar la ciudad; plano y fotografías no tienen entonces más que una función de orientación para el logro de un conocimiento inmediato. Otra manera consiste en quedarse en casa y estudiar atentamente el plano y las fotografías. Estos elementos, entonces, sustituyen a la ciudad real, y sólo me procuran una ‘cierta idea’ de ella. Pues bien, esa segunda manera es la propia de los conceptos de la ciencia. La primera es la manera de utilizar los conceptos en la filosofía. Los conceptos son guías preciosas pero sólo guías, para el conocimiento inmediato de lo real. Por retroacción sobre la práctica y sobre lo que en la ciencia hay de práctica, prescindimos de símbolos y de conceptos y nos instalamos en la realidad” (Cinco lecciones de filosofía, p. 169).
Así, es necesario ir más allá de los conceptos, esas guías para caminar en la realidad, e ir a la realidad misma. La forma de hacerlo es la experiencia intuitiva: “El hombre no está fuera de las cosas y por tanto, no es cuestión de girar, sino que el hombre, por algún acto primario suyo, está ya dentro de las cosas. ‘Dentro’ se dice intus. Por esto el acto radical de la filosofía, el gran órgano mental para filosofar es, para Bergson, la intuición. Es el acto que nos coloca, que nos instala dentro de las cosas” (Cinco lecciones de filosofía, p. 174).
“Por puros conceptos no llegaremos jamás al mundo real. En cambio, instalados en la experiencia metafísica, nos encontramos con que lo real es lo inmediatamente dado, el hecho inmediato dado a nuestra conciencia. Si todas las cosas coinciden en algo, este algo tendrá que ser también intuido en la experiencia metafísica” (Cinco lecciones de filosofía, p. 198).  La aparente omnipotencia de los sistemas conceptuales —valga decir los de la ciencia y los de muchas filosofías— se derrumba ante la realidad: “Pero igual que el billete no es más que una promesa de oro, así una concepción no vale más que por las percepciones eventuales que representa. No se trata solamente, bien entendido, de la percepción de una cosa, o de una cualidad, o de un estado. Uno puede concebir un orden, una armonía, y más generalmente una verdad, que viene a ser entonces una realidad. Digo que se está de acuerdo en este punto. Todo el mundo puede constatar, en efecto, que las concepciones más ingeniosamente ensambladas y los razonamientos más sabiamente combinados se derrumban  como castillos de naipes cuando un hecho —un solo hecho realmente percibido— viene a chocar con estas concepciones y estos razonamientos”. (“El principio de la intuición”, en F. Vidals Canals, Textos de los grandes filósofos, Herder, Barcelona, 1977, p. 138).
La ciencia busca constatar afirmaciones sobre las cosas. Pero en la intuición hay algo más hondo: una simpatía con las cosas. Un sentir a la par de las cosas mismas. “En la intuición hay algo distinto, algo más que una mera constatación. Hay una especie de simpatía o simbiosis, no sólo con los hombres, sino con todas las cosas. Simpatía, tomado en sentido etimológico: syn-pathein, co-sentir las cosas, sentir a una con las cosas mismas, por una estricta simbiosis con ellas que nos permite precisamente aprehenderlas intuitivamente” (Cinco lecciones de filosofía, p. 175). Ahora bien, ya Zubiri advierte que esa simpatía no es una disposición pasiva de la mente, sino un volcarse violentamente a la realidad. Para Bergson, las intuiciones son experiencias reales.
Turner: Venecia vista desde el pórtico de Santa María Della Salute, 1835. Museo Metropolitano de Nueva York.

La intuición caracteriza al arte, que logra calar más en la realidad, debido a su aparente “distracción”, que no es otra cosa que una forma intuitiva de ver las cosas, alejadas de su utilidad inmediata. Dice Bergson: “¿A qué mira el arte, sino a mostrarnos en la naturaleza y en el espíritu, fuera de nosotros y en nosotros, las cosas que no impresionan explícitamente nuestros sentidos y nuestra conciencia? El poeta y el novelista que expresan un estado de alma no lo crean en todos sus aspectos; no serían comprendidos por nosotros si no observásemos en nosotros, hasta cierto punto, lo que nos dicen de otros. A medida que nos hablan de matices, de emoción y de pensamiento nos parecen que podían estar en nosotros desde hace tiempo, pero que permanecían invisibles: como la imagen fotográfica que aun no ha sido sumergida en el baño que la revelará. El poeta es este revelador” (“Ampliación de las facultades perceptivas”, en Vidal Canals, op. cit., pp. 141-142).
La intuición permite descartar los seudoproblemas que han aquejado a la metafísica y enfocarnos en los verdaderos problemas. Muchos de estos problemas falsos son, para Bergson, cuestiones de léxico (cuestiones del tipo: “Visto el sentido habitual de los términos placer  y felicidad, ¿debe decirse que la felicidad es una serie de placeres?”. Memoria y vida, p. 24). Hay seudoproblemas que se explican en una actitud errónea ante las cosas: “En efecto —dice Bergson— nunca nos sorprenderíamos de que algo exista —materia, espíritu, Dios— si no se admitiese implícitamene que podría no existir nada. Nos figuramos, o mejor, pensamos que nos figuramos que el ser ha venido a colmar un vacío y que la nada preexistía lógicamente al ser: la realidad primordial —se llame materia, espíritu o Dios— vendría entonces a sobreañadirse, y esto resulta incomprensible.” (Ibídem, p. 25). La seudoidea de la Nada surge como una forma para tratar de justificar la existencia. Puestos en una perspectiva causal, como en Aristóteles o Santo Tomás, “nos remontamos por tanto de causa en causa; y si nos detenemos en alguna parte, no es por nuestra inteligencia no busque nada más allá, es que nuestra imaginación termina por cerrar los ojos, como sobre un abismo, para escapar al vértigo” (ídem).
Todos estos seudoproblemas se diluyen cuando los encaramos desde la perspectiva de la intuición. La “nada” no es otra cosa que la expresión de la natural insatisfacción humana, el “sentimiento de ausencia” que empuja al ser humano a actuar, a avanzar de una “nada” a un “algo”. Pero la nada aquí no es la “Nada” absoluta, “no es tanto la ausencia de una cosa cuanto de una utilidad. Si llevo a un huésped a una habitación que todavía no he amueblado, le advierto ‘que no hay nada’. Sé, sin embargo, que la habitación está llena de aire; pero como él no se sienta sobre el aire, la habitación no contiene realmente nada de lo que en ese momento, tanto para el visitante como para mí, cuenta como algo. De modo general, el trabajo humano consiste en crear utilidad; y mientras el trabajo no está hecho, no hay ‘nada’, nada de lo que se quería obtener” (ibídem, p. 31).
La intuición parte de la realidad en su dinámica de creación, “imprevisible y nueva” (ibídem, p. 32). Esto abre una nueva perspectiva: la de la duración. La perspectiva del tiempo espacializado, la perspectiva estática no logra dar cuenta de lo que sí se abre ante la duración: la diferencia. “Las cuestiones relativas al sujeto y al objeto, a su distinción y a su unión deben plantearse en función del tiempo antes que en función del espacio” (ibídem, p. 35).
La diferencia es una categoría que aporta Deleuze y resulta útil para apreciar mejor lo que se abre frente a la intuición creadora. Bergson nos pone a considerar la gama de diferentes colores. Tenemos ideas abstractas de los mismos: del verde, del azul, del rojo, etcétera, pero puestos ante la escala cromática, vemos que hay una serie de matices de todos los colores. En aquello que se supone comúnmente como un “no color”, esto es, el blanco, encontramos que están presentes todos los colores. La “pura luz blanca” encerraría “la diversidad indefinida de los rayos multicolores”, esto es, la diferencia en términos deleuzianos. “Entonces se revelaría también, hasta en cada matiz cogido aisladamente, lo que el ojo no notaba al principio, la luz blanca de que participa, la iluminación común de donde saca su coloración propia” (Ibídem, p. 38). Esta sería “la clase de visión de tenemos que exigir a la metafísica”, plantea Bergson (ídem). ¿Cuál sería, pues, el objeto de esta metafísica, replanteada desde la perspectiva de la intuición y la duración? “El objeto de la metafísica consiste en aprehender de las existencias individuales, y en perseguir, hasta la fuente de donde emana, el rayo particular que, confiriendo a cada una de ellas su matiz propio, lo relaciona de este modo con la luz universal”.  El rayo es el élan vital, del que parte la diversidad de existencias. La imagen de la luz resulta elocuente, puesto que la trayectoria de la luz no se puede apresar de forma tangible. Puede obstruirse la luz, pero nunca se puede atrapar. Su trayecto mismo es comparable de alguna forma al torrente vital.

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