miércoles, 26 de mayo de 2010

El positivismo en América Latina
 Caricatura del personaje
Caricatura de Miguel Covarrubias de Porfirio Díaz
El positivismo tiene su época de auge en América Latina en la época republicana, a fines del siglo XIX. En muchos casos, es el pensamiento de los sectores intelectuales vinculados a las élites dominantes. El positivismo en Latinoamérica tiene una variedad de lecturas, que conducen a rumbos distintos. Desde una justificación del racismo hasta la justificación del socialismo.
En buena medida, el positivismo latinoamericano es una mezcla del cientificismo comteano con el evolucionismo de Spencer. Su fortuna radica en su promesa de desarrollo de las sociedades, guiado por un gobierno científico, que muchas veces tiene la figura de una “tiranía honrada”.

  1. Contexto histórico
El positivismo latinoamericano surge en una época de transición política, inmediatamente posterior a la época de las guerras de independencia. Está presente el enfrentamiento entre conservadores y liberales y también el problema de las relaciones entre las élites criollas y las etnias indígenas, a las cuales las primeras ven como un obstáculo para sus proyectos políticos, económicos y sociales. Los positivismos sirven para apoyar dictaduras ilustradas como para apoyar las reformas liberales, e incluso para ambos fines, tan variada es la recepción del positivismo en nuestros países.
Pese a ser repúblicas independientes, los países latinoamericanos aún no han logrado desprenderse de la cultura colonial y en particular, del lastre del pensamiento escolástico, muy arraigado en los centros educativos. De ahí que para muchos positivistas, como Sarmiento, sea vital la reforma del sistema educativo como pilar de la reforma sociopolítica requerida.
No hay, como dijimos, un movimiento homogéneo de carácter positivista. Francisco Larroyo (Beorlegui 2006: 266) apunta que al positivismo latinoamericano lo conforman influencias que van “desde el positivismo de Comte al psicologismo de Mill, y de éste al evolucionismo de Spencer, sin contar con los elementos materialistas de la doctrina de Litré y la del medio de Taine; todos ciertamente positivistas, hay en ellos, precisa repetirlo, importantes diferencias que se traslucen en la recepción y desarrollo de la corriente en América”.

  1. El positivismo y la república brasileña

En muchos países, el positivismo significó una ideología que propulsó la modernización política de sus sociedades. Un caso importante es el de Brasil. Los intelectuales positivistas brasileños de la década de 1850 en adelante, como Luis Pereira Barreto, consideraban la época posterior a la independencia como el principio del estadio positivo en el Brasil. Miguel Lemos y Teixeira Mendes, que conocieron el positivismo comteano en Brasil, constituyeron la Iglesia Positivista Brasileña, de la que se derivó el Apostolado Positivista Brasileño. (Horvath y Szabó 2005: 17). El Apostolado contó con una gran influencia política e impulsó reformas para que la monarquía brasileña aboliese la esclavitud y se modernizara políticamente, en una concepción evolucionista del desarrollo histórico.
Fue el Apostolado el que incorporó a la bandera brasileña el lema Ordem e Progresso. Promovieron un golpe de estado que en 1899 derrocó a la monarquía e instauró la república. Con el nombre de Orden y progreso en nombre de la humanidad, la patria y la familia, impulsaron en 1890 reformas constitucionales que instituyeron la república federal. Pero fueron reformas dadas desde arriba, desde la figura del gobernante, sin mayor participación de otros sectores.  (Horvath y Szabó 2005: 23-24).

  1. Positivismo y liberalismo
Es importante el aporte del positivista chileno Valentín Letelier (1852-1919), quien se desmarca de los positivistas comteanos y se aproxima al liberalismo. En las disputas políticas entre el presidente José Manuel Balmaceda y el congreso, algunos positivistas como Lagarrigue, apoyaron al gobernante defendiendo la idea de una dictadura republicana, y favoreciendo la abolición del congreso.
Letelier tomó una postura crítica a este respecto y reformuló el positivismo incorporándole su preocupación por las libertades individuales. La represión ejercida por parte de los gobiernos es, a su juicio, síntoma del desconocimiento por parte de los gobernantes de las leyes que rigen las sociedades. El conocimiento científico permitiría que los gobernantes comprendan las causas de los problemas sociales, puesto que las acciones no se deben a la voluntad individual por entero, sino a la sociedad. “Una ciencia que conozca las leyes de los acontecimientos históricos podrá suprimir las huelgas continuas, acabar con el peligro del comunismo y cualquier otro tipo de crisis social (Beorlegui: 283).
En Perú, el positivismo toma un papel activo en las reformas liberales. Manuel González Prada (1848-1918) demanda la ruptura con el pasado colonial, lo que a su juicio explica la derrota con Chile en 1888. Los elementos del desastre fueron “nuestra ignorancia y nuestro espíritu de servidumbre” (Beorlegui 2006: 284). La solución es abrazar la ciencia positiva para “demoler el pasado, todo rastro de la herencia española como origen y raíz de todos los males y estorbo para la modernización y el progreso del país” (Ibídem).
Se desmarca de los dogmas del positivismo de Comte y centra sus ataques en el catolicismo. Al contrario que positivistas de otros países, González Prada planteaba que era necesario incluir a las poblaciones indígenas en la modernización de las sociedades. Lejos de afirmar, como Sarmiento, o como los positivistas bolivianos, que los indígenas eran una raza inferior, González Prada afirma que a los indígenas hay que predicarles orgullo y rebeldía y que no existen ni razas superiores ni inferiores, sólo personas buenas y malas. Los indígenas deberán tomar un papel protagónico en su propia liberación.
Un positivista posterior, Manuel Vicente Villarán, se muestra proclive a la reforma del sistema educativo, en función de “producir hombres prácticos, industriosos y enérgicos, porque ellos son los que necesita la patria para hacerse rica y lo mismo fuerte”, superando la herencia española e imitando a los Estados Unidos, cosa muy común entre los intelectuales de su época. Villarán rechaza el racismo contra los indígenas y lejos de considerarlos un factor de atraso, lucha por leyes que apoyen su alfabetización y la defensa de su derecho al voto. Por su parte, Mariano Cornejo, es un tenaz opositor a las dictaduras, a las que considera un crimen contra la humanidad.

  1. Positivismo y racismo
Los positivistas bolivianos se apropian del positivismo evolucionista de Spencer y lo leen en clave racista. Achacan la crisis del país al atraso causado por la mezcla de razas, práctica condenable a su juicio, porque los indios eran una raza inferior y que debía desaparecer. “Es una amputación que duele, pero que cura la gangrena y salva de la muerte”, como escribió Nicomedes Antelo. “El indio no sirve para nada. Pero eso sí, representa en Bolivia una fuerza viviente, una masa de resistencia pasiva, una duración concreta en las vísceras del organismo social”. La fórmula del progreso es similar a la de Sarmiento: inmigración e industrialización.
El triunfo del Partido Liberal en 1899, permite a los positivistas poner en marcha sus propuestas. Se seculariza la educación y se importan maestros belgas para que dirijan la escuela normal.
En la misma línea de análisis racista, Alcides Arguedas publica su libro Pueblo enfermo.
El positivismo boliviano es tributario del primer positivismo argentino, el de Sarmiento, fundador de la llamada Escuela de Paraná (1870). Para los intelectuales de la generación de Sarmiento, había que superar los problemas de la dictadura de Rosas, mediante un orden que respetara los derechos individuales. De ahí la necesidad de una reforma educativa. Según Beorlegui, los positivistas argentinos retoman a Comte sin sus ideas de religión de la humanidad y para respaldar sus propios planteamientos favorables a las libertades individuales. Toman de Comte, eso sí, la idea de la educación científica. Por ello, muchos de estos positivistas son pedagogos, como el italiano Pedro Scalabrini, iniciador de la Escuela, pero también su sucesor, Alfredo Ferreira, impulsor de escuelas en las provincias del interior argentino, concebidas desde una perspectiva positivista, que incorporara la observación de la realidad y el método experimental.
El positivismo de Sarmiento parte de la dicotomía Civilización versus Barbarie.

  1. Un caso especial: El positivismo en México
En México, el positivismo pasa por dos momentos: El primero, que instaura la república, de la mano de Benito Juárez y del filósofo Gabino Barreda; y el segundo, el de la época del porfiriato.
Para Gabino Barreda, en su célebre Oración cívica, pronunciada en Guanajuato en 1867, la historia mexicana cumplía la ley de los tres estadios de Comte. Las ideas de Barreda son llevadas a cabo por el Partido Liberal, el partido del progreso, que destrona a Maximiliano de Austria. Benito Juárez, dirigente liberal, llama a Barreda para completar la “revolución” conquistada con las armas con una “revolución mental”, es decir, con un cambio en la cultura mexicana: secularización de la sociedad y reforma educativa.
El segundo momento del positivismo se centra en aquellos autores que apoyarán el ascenso al poder de Porfirio Díaz, justificando una “tiranía honrada”, que sacrificaría las libertades en favor de la evolución política y el orden social. Justo Sierra y otros intelectuales, conocidos como los “científicos” serán los que respalden la “tiranía honrada”. Se autodefinen como “conservadores, pero conservadores-liberales: Nuestra meta es la libertad, pero nuestros métodos son conservadores. Se llaman conservadores porque son opuestos a los métodos revolucionarios para alcanzar la libertad. Esta, dicen, se alcanza por el camino de la evolución, no por el de la revolución” (Beorlegui 2006: 316).

Esta segunda generación de positivistas se distancia del liberal-positivismo de la primera, pues a su juicio, el liberalismo fracasó, dado que el pueblo no estaba preparado, según ellos, para ejercer la libertad. Justo Sierra propugna la creación de un “gran partido conservador”, que tuviera como meta instaurar el Orden. Lo resume Francisco G. Cosmes: “¡Derechos! La sociedad los rechaza ya: lo que quiere es pan. En lugar de esas constituciones llenas de ideas sublimes, prefiere paz a cuyo abrigo poder trabajar tranquilo. ¡Menos derechos y menos libertades, a cambio de mayor orden y paz! ¡No más utopías! No está distante el día que la nación diga: Quiero orden y paz aun a costa de mi independencia”. (Beorlegui 2006: 317).
Se suprimen las libertades políticas, pero se robustecen las libertades de comercio, mediante la supresión de aduanas, por ejemplo. El resultado fue la prolongada dictadura de Porfirio Díaz, que se reeligió en el cargo de presidente de la república entre 1876 y 1911, interrumpido solamente por el período de Manuel González (1880-1884), allegado suyo.

  1. Decadencia del positivismo
El positivismo decae en Latinoamérica por varias causas. Beorlegui enumera cuatro. En primer lugar, las promesas de desarrollo que levantó jamás se cumplieron en la práctica. Segundo, el positivismo fue superado en Francia. Tercero, el conflicto entre el comitismo y la libertad social. Y finalmente, la aparición de teorías filosóficas que ponían en cuestión el cientificismo del positivismo. Por ejemplo, teorías como las de Dilthey, Bergson, Croce, Nietzsche y Schopenhauer. Una nueva generación de filósofos, con otras inquietudes, tomaba el relevo: Antonio Caso y José Vasconcelos, en México; Korn, Alberini y Romero, en la Argentina.


Bibliografía
Beorlegui, Carlos 2006. Historia del pensamiento filosófico hispanoamericano. Deusto: Universidad de Deusto.
Horvath, Gyula y Szabó, Sara 2005: El positivismo en Brasil y México: Un estudio comparativo. Tzintzun, Revista de Estudios Históricos, Morelia: 9-32. Disponible en: http://redalyc.uaemex.mx/src/inicio/ArtPdfRed.jsp?iCve=89804202

lunes, 12 de abril de 2010

Más sobre la Fenomenología del espíritu

  Lo que se requiere para el estudio filosófico
    El pensamiento especulativo
La disciplina filosófica entraña emprender “el esfuerzo del concepto” (Hegel: 39), esto es, “la concentración de la atención en el concepto en cuanto tal, en sus determinaciones simples, por ejemplo en el ser en sí, en el ser para sí, en la igualdad consigo mismo, etc., pues ésas son automovimientos puros a los que podría darse el nombre de almas, si su concepto no designase algo superior a esto”. (Ibídem)
El hábito del pensamiento especulativo es “el razonar, es la libertad acerca del contenido, la vanidad en torno a él”, es decir, la independencia de la razón con respecto a las cosas. Si se quiere profundizar en el conocimiento de las cosas, la razón debe esforzarse “por abandonar esta libertad” especulativa “y que , en vez de ser el principio arbitrariamente motor del contenido, hunda en él esta libertad, deje que el contenido se mueva con arreglo a su propia naturaleza, es decir, con arreglo al sí mismo, como lo suyo del contenido, imitándose a considerar este movimiento.
Ahora bien: Hegel no quiere prescindir del pensamiento especulativo. Propone una superación dialéctica del mismo, donde éste supere la “reflexión en el yo vacío, la vanidad de su saber” (Hegel: 40), dando cuenta del movimiento y el contenido de las cosas. Esta es el desarrollo del pensamiento conceptual, en el cual “el concepto es el propio sí mismo del objeto, representado como su devenir, y en este sentido no es un sujeto quieto y que recobra en sí mismo sus determinaciones” (Ibíd.) El pensamiento conceptual que propone Hegel no es, de ningún modo, estático ni incurre en la vanidad de ignorar las determinaciones del objeto. Esto ocurre porque el pensamiento conceptual se supera y da paso al pensamiento razonador.
El pensamiento conceptual sufre transformaciones en las cuales el sujeto y el objeto cambian alternativamente de lugar: “En este movimiento desaparece aquel mismo sujeto en reposo; pasa a formar parte de las diferencias y del contenido y constituye más bien la determinabilidad, es decir, el contenido diferenciado como el movimiento del mismo, en vez de permanecer frente a él. El terreno firme que el razonar encontraba en el sujeto en reposo vacila, por tanto, y sólo este movimiento mismo se convierte en el objeto. El sujeto que cumple su contenido deja de ir más allá de éste y no puede tener, además, otros predicados y accidentes”. (Hegel: 40)
En virtud de este movimiento, la situación del pensamiento como representación cambia sustancialmente.  El pensamiento representa la realidad a partir de la relación entre sujeto y predicado, donde el predicado dota de contenidos al sujeto que, por sí solo, sería tan sólo algo carente de sentido. “El contenido no es ya, en realidad, predicado del sujeto, sino que es la sustancia, la esencia y el concepto de aquello de que se habla. El pensamiento como representación, puesto que tiene por naturaleza el seguir su curso en los accidentes o predicados y el ir más allá de ellos con razón ya que sólo se trata de predicados y accidentes, se ve entorpecido en su marcha cuando lo que en la proposición representa la forma de predicado es la sustancia misma. Sufre, para representárnoslo así, un contragolpe. Partiendo del sujeto, como si éste siguiese siendo el fundamento, se encuentra, en tanto que el predicado es más bien la sustancia, con que el sujeto ha pasado a ser predicado, y es por ello superado así; y de este modo, al devenir lo que parecer ser predicado en la masa total e independiente, el pensamiento no puede ya vagar libremente sino que se ve retenido por esta gravitación”. (Hegel: 41)
Dicho de otra manera, en el movimiento conceptual, existe un desplazamiento. Una proposición con sujeto y predicado comienza priorizando al sujeto, pero termina dándole importancia al predicado. 
El conocimiento conceptual
[hegelgramsci.JPG]
Al contrario que en el conocimiento matemático, las determinaciones son esenciales para la filosofía. “La filosofía, por el contrario, no considera la determinación no esencial, sino en cuanto es esencial; su elemento y su contenido no son lo abstracto o irreal, sino lo real, lo que se pone a sí mismo y vive en sí, el ser allí en su concepto.” (Hegel: 31-32). La verdad filosófica se entiende como un proceso, como un movimiento compuesto por diferentes momentos.
Lo verdadero es la totalidad, que integra a su seno lo “falso”, lo negativo y lo parcial. “La manifestación es el nacer y el perecer, que por sí mismo no nace ni perece, sino que es en sí y constituye la realidad y el movimiento de la vida de la verdad: Lo verdadero es, de este modo, el delirio báquico, en el que ningún miembro escapa a la embriaguez, y como cada miembro, al disociarse, se disuelve inmediatamente por ello mismo, este delirio es, al mismo tiempo, la quietud translúcida y simple. Ante el foro de este movimiento no prevalecen las formas singulares del espíritu ni los pensamientos determinados pero son tanto momentos positivos y necesarios como momentos negativos y llamados a desaparecer. Dentro del todo del movimiento, aprehendido como quietud, lo que en él se diferencia y se da un ser allí particular se preserva como algo que se recuerda y cuyo ser allí es el saber de sí mismo, lo mismo que éste es ser allí inmediato” (Hegel: 32).
El método filosófico, para Hegel, “no es, en efecto, sino la estructura del todo, presentada en su esencialidad pura” (Ibídem).