miércoles, 23 de septiembre de 2009

Un artículo interesante de un filósofo uruguayo


Aproximación crítica a la condición humana en la lucha por el socialismo del siglo XXI
Prof. Dr. Sirio López Velasco (FURG, Brasil lopesirio@hotmail.com)

INTRODUCCIÓN

En estas notas asumimos como punto de apoyo las tres normas fundamentales que dedujimos de la pregunta que instaura la ética ( a saber, “¿Qué debo hacer?”); como se sabe, la primera nos exige luchar para garantizar la libertad individual de decisión, la segunda nos exige que intentemos realizar consensualmente esa libertad (recurriendo al repetido voto de las mayorías como solución provisoria-mínima), y la tercera nos exige que preservemos-regeneremos la salud de la naturaleza humana y no humana (López Velasco 2009a)..
En segundo lugar sostenemos que el socialismo del siglo XXI es un concepto y una realidad en construcción, en especial a partir de la praxis verificada en Venezuela, Bolivia y Ecuador; algunas de las características que deben marcar ese concepto y su práctica son a nuestro entender los siguientes: a) reelaboraciones constitucionales a partir de sucesivas Asambleas Constituyentes y referendos, b) democracia participativa y protagónica, desde el nivel local (como sucede en los Consejos Comunales venezolanos, ver López Velasco 2009b) hasta el nivel nacional y aún internacional (por ejemplo a través del ALBA y UNASUR, o del referendo continental propuesto por Evo Morales a propósito de la presencia permanente de tropas extranjeras en territorio latinoamericano), c) democracia pluri-nacional, intercultural e interétnica (como la que definen las nuevas Constituciones de Bolivia y Ecuador), d) propuesta socioambiental que reúna indisociablemente las cuestiones individuales-sociales (que apuntan a la emergencia de individuos universales) con la visión-vivencia ecológica (como lo exige la tercera norma ética fundamental); e) plena libertad de expresión, con democratización de todos los medios de comunicación, en especial a través de la multiplicación de los medios comunitarios y asociativos (teniendo como un mínimo el proyecto argentino de reservar un tercio de las concesiones de radio y TV para el sector privado, un tercio para el sector público, y un tercio para los medios asociativos y comunitarios), f) práctica de la educación ambiental problematizadora-ecomunitarista tanto en la educación formal como en la no formal, g) rotatividad y revocabilidad de los cargos electivos (para permitir que muchos tengan acceso a esa experiencia y que nadie se eternice en esas responsabilidades, porque ello usualmente va unido a fenómenos de congelamiento de ideas, corrupción, nepotismo, obsecuencia y autoritarismo), h) socialización progresiva de los grandes medios de producción, con gobierno de sus trabajadores sobre ellos  (pasando progresivamente a manos de los productores la propiedad indirecta-estatal sobre esos medios), i) educación y praxis de una erótica de la liberación, que combata el machismo y  ponga en igualdad (salvo los derechos femeninos específicos, como los vinculados al embarazo) a hombres y mujeres, promueva el placer sexual compartido, combata y supere la homofobia y la represión contra la masturbación, j) promueva la integración de los pueblos de A. Latina y del mundo (caminando hacia una nueva ONU liberada de su actual asimetría derivada del poder de veto y la imposición militar de las grandes potencias); (ver López Velasco 2009a y 2009b).
Ahora bien, a partir de lo observado en los tres países arriba mencionados, y en especial en la Venezuela bolivariana, creemos interesante registrar algunos comportamientos en situación de transición hacia el socialismo del siglo XXI (siguiendo la huella de Fromm cuando investigó las personalidades de los seres humanos en el capitalismo, en especial en la fase nazi del mismo).

EL COMPORTAMIENTO OPOSITOR

Aquí hay que distinguir al opositor “interesado” (o sea el poderoso que teme por la manutención de sus privilegios económicos, políticos, culturales y militares), y el opositor de las clases media y popular.
El primero siente que su mundo se acaba ante la irrupción protagónica del pueblo y reacciona con furia ante ese destino. Su odio es tan patente que es capaz de festejar ante la sangre derramada, como los miembros de la aristocracia chilena que tomaban champaña en un hotel cercano a La Moneda mientras veían cómo el ejército golpista bombardeaba, incluso con aviones, aquél palacio presidencial defendido por Allende. Habiéndose proclamado “demócratas” mientras la supuesta democracia representativa decidía a favor de su interés, y los cuerpos armados del Estado garantizaban su supremacía mediante la represión (incluso con tortura y muerte) a los luchadores populares, aplauden con aullidos histéricos la caída de cada uno de los bastiones de la democracia representativa que no controlan (como lo hizo el selecto público invitado a la toma de posesión del golpista Carmona en 2002, cuando su portavoz anunciaba sucesivamente la disolución de la Asamblea Nacional, la cesación de los parlamentarios, gobernadores y alcaldes, y la de los jueces, etc.). Particular furia e incomprensión les causa el hecho de que los cuerpos armados no respondan ya a sus caprichos, y no repriman al pueblo movilizado;  entonces dicen que esos cuerpos se han politizado, son parciales, responden a los cubanos (y no ya a sus queridos EEUU). Esos privilegiados se ciegan tanto en su odio que inventan y se creen inventos de sus medios de comunicación, como la historia de que el Estado retiraría la patria potestad a los padres para robarle sus hijos (como se mintió con la Operación Peter Pan al principio de la revolución cubana, que hizo que miles de niños de clase media cubana fueron enviados a los EEUU lejos de sus familias, en operación que intentó repetirse en Venezuela a mediados de 2009 cuando la Asamblea Nacional se aprestaba a aprobar la nueva Ley Orgánica de Educación) . Esos poderosos le tienen  pánico a la libertad popular y se niegan a confirmar su conducta a la segunda y tercera normas de la ética; la salud del pueblo no les interesa (por eso promueven la persecución contra los 30 mil médicos cubanos que en Venezuela colaboraron con la implementación del ejemplar sistema gratuito de salud para todos “Barrio Adentro”), y sabemos que son poco sensibles a las luchas por la preservación-regeneración de la naturaleza no humana, porque, a través de sus empresas obsesionadas por la ganancia, se dedican a destruirla o contaminarla alegremente.
Si son insensibles al bienestar de sus connacionales, es evidente que menos aún apoyan la solidaridad internacional; así, cuando el Presidente Chávez establece diversos convenios de ayuda internacional (como con Bolivia para planes sociales de ayuda a los más necesitados, como a través del ALBA y  Petrocaribe para facilitar la compra del petróleo venezolano por países que no tienen combustible fósil suficiente en su suelo, ni riquezas para adquirirlo), los privilegiados hacen campañas denunciando que “se está regalando lo que es nuestro”; y en el caso venezolano dicen una media verdad, pues PDVSA era un coto privado de la oligarquía venezolana, hasta que a revolución bolivariana la puso al servicio del país y comenzó a usar parte de sus dividendos para satisfacer carencias populares de alimentación y vivienda, entre otras.
Ahora bien, además de los privilegiados, hay un buen porcentaje de opositores que provienen de las clases medias y populares. Es evidente que una parte de esa oposición debe atribuirse a las sistemáticas campañas de desinformación y miedo que los privilegiados lanzan a través de sus medios de comunicación (por ejemplo, la ya mencionada operación Peter Pan, o la noticia de que el Estado confiscaría pequeños comercios e incluso casas de familia, o que en la nueva Ley de Educación se expulsaría a Dios de la escuela, etc.); pero además, creo que hay que ponderar otros factores. La clase media compra el mito (corroborado por el destino de unos pocos en detrimento de la enorme mayoría) de la “subida hacia el grupo selecto de los ricos y famosos”, que los privilegiados venden como un destino al alcance de todos,  supuestamente posible a cambio de “mucho trabajo” (y por supuesto que omitiendo la prostitución, la corrupción, el robo, la trampa, el tráfico de influencias, y otros “detalles”). Y cuando la propuesta del socialismo del siglo XXI plantea la frugalidad ecológica y la democracia directa anclada en el poder popular, esos estratos, al ver   deshecha la posibilidad (ilusoria) de realización de aquél mito, se oponen a la revolución. Dentro de ese estrato un caso especial es el de una buena parte de los docentes universitarios en Venezuela; allí pude constatar personalmente un sentimiento elitista que emanaría de su supuesta superioridad ante el resto de la sociedad, dado su bagaje intelectual; al mismo tiempo creí ver un resentimiento por el hecho de que la Presidencia fuera ocupada por un ex-coronel, y no por uno “de los suyos” (un profesional liberal);de ahí su afán de entender y acceder al mecanismo que crearía un nuevo liderazgo (fui invitado a discursar sobre ese tema en un seminario promovido por la dirección mayoritariamente opositora de una gremial de docentes universitarios de Venezuela); por último, vi cómo se oponían a la masificación de la educación universitaria, pretextando la defensa de su calidad. Sintiéndose agredidos por la invasión del pueblo a su espacio, esa parte de los docentes opta por la oposición, soñando con la vuelta de la IV República (la misma que invadía Universidades y asesinaba a estudiantes y docentes guerrilleros o simplemente de izquierda), la cual traería la restauración de su dignidad herida. La parte de razón que asiste a algunos miembros de ese grupo es la referente a ciertas prácticas demagógicas, autoritarias o simplistas por parte de los revolucionarios  (por ejemplo y respectivamente, cuando no aclaran que el voto paritario en la administración universitaria no iguala el voto individual del alumno y el docente, o cuando el tono de los debates en el recinto universitario es impositivo y no el de intercambio de argumentos, o cuando el contenido de los mismos no está al nivel que sería de esperar en los recintos universitarios).
Los sectores populares que se oponen activamente a la revolución acompañan las motivaciones de las clases medias y son más víctimas que ellas (por su relativa menor instrucción, en media) de las campañas mediáticas de la derecha, que los llevan a esa posición y tratan de inmovilizarlos en ella.


EL COMPORTAMIENTO OMISO

Tal es el comportamiento de sectores predominantemente populares, aunque involucra a miembros de la clase media y aún de la alta. Son aquellos que, según el relato de Reed, frecuentaban los bares cuando se asaltaba el Palacio de Invierno; son el 33% que en febrero de 2009, tras 10 años de gobierno de Chávez, se abstuvieron en el referendo constitucional que habilitaría al Presidente a presentar su candidatura tantas veces como lo quisiera para intentar permanecer en su cargo. Buceando en las causas de ese comportamiento podemos encontrar el dicho de los negros brasileños que ante un problema que creen que no los atañe, se refieren irónicamente a los contendores diciendo “ellos que son blancos, que se entiendan”; en este caso la omisión derivaría de una suerte de abdicación de todo rol ciudadano, que habría sido introyectada a partir de la marginación ocurrida a lo largo de la Historia. Por otro lado podríamos ver en esa omisión el resultado de una sabiduría popular que vería que, más allá de todo momento histórico y pugna política, la felicidad consiste en gozar la vida, rodeado por pocos entes queridos. Esta posición puede ser combatida haciendo notar que el socialismo del siglo XXI se hace para dar, como quería Bolivar, la mayor suma de felicidad para el mayor número posible, por lo que la empresa colectiva no debería eliminar esta felicidad individual-grupal, sino facilitarla y apoyarla; ahora bien, no es menos cierto, que el enceguecimiento político a veces incompatibiliza ambas esferas, incluso en la vida de revolucionarios que, queriendo serlo, se olvidan de ser felices y hacen infelices a sus familiares y allegados. Como dije una vez, en la lucha por el socialismo del siglo XXI, hemos de plantearnos las grandes cuestiones de la vida y la muerte, incluyendo el nirvana.  

EL COMPORTAMIENTO SEUDORREVOLUCIONARIO OBSECUENTE

El obsecuente es la persona (a veces de abnegación heroica) incapaz de pensar por sí misma a partir del análisis de los principios que animan a la revolución  y del análisis concreto de las situaciones concretas (mutantes históricamente, por definición). Su acción está pautada por un anticipado y perpetuo acuerdo con las palabras y acciones de los jefes, en especial con las del “líder máximo”. En esa postura a veces llega al extremo de “ser más papista que el Papa”, o sea, exagerar en la dosis al intentar adivinar la voluntad secreta de un jefe, haciendo o proponiendo cosas que el propio jefe condena. La conducta de  los obsecuentes y la del jefe que se deja adular por ellos tiene consecuencias nefastas para cualquier revolución, porque el rol conductor de los principios, del estudio y la reflexión sobre la realidad, pasa a ser sustituido por la visión (necesariamente parcial y pasible de error, porque humana) del jefe; también porque se pierde la riqueza de la pluralidad de cabezas pensantes en provecho de una sola visión, la del jefe; y, no menos importante, porque la conducta obsecuente es necesariamente cobarde y omisa, callándose e incluso autoengañándose, por sumisión (o temor) ante el jefe, frente a los errores que desvían a la revolución de sus fines,. Estas desviaciones se agudizan cuando el obsecuente encubre un oportunista-trepador, que ve en la obsecuencia el camino para subir en la jerarquía de los cargos y gozar de los privilegios que los acompañan. Especial daño causa a la revolución el obsecuente que ejerce en el magisterio y/o en los medios de comunicación, pues su deficiencia se transmite a los demás a través del encubrimiento de los errores del jefe y las carencias de la realidad; al cabo del tiempo, una es la seudo-realidad pintada por este personaje, y otra muy distinta, es la efectiva realidad de los tiempos, que viven el común de los mortales; ahora bien, como es la adhesión del común de los mortales la única base de apoyo real que tiene toda revolución que se quiere tal, sucede que cuando esos mortales, hastiados de tanta mentira, dejan de sostener al proceso revolucionario, acontece un colapso generalizado y el mismo se derrumba como un edificio socavado en sus cimientos (véase lo ocurrido en la URSS).


EL ESPERADO  COMPORTAMIENTO REVOLUCIONARIO

El revolucionario se juega la vida día a día con sus hermanos, y al mismo tiempo mantiene un resquicio de exterioridad ante los hechos para analizar crítica y autocráticamente el derrotero que sigue la revolución y cada uno de sus protagonistas (incluyendo a los de la más alta jerarquía). Su principio de acción reza “soy amigo de mis amigos y del jefe, pero más amigo de la verdad”.  Para practicarlo, el revolucionario no persigue privilegios ni se apega a los cargos que eventualmente le hayan sido confiados; y se mantiene en actitud de permanente estudio de todas las fuentes teóricas a las que pueda acceder, sin despegarse un solo día del análisis concreto de la realidad concreta. Al mismo tiempo, exige que en la educación formal y en los medios de comunicación la versión se ajuste a los hechos como un guante a la mano, y denuncia cualquier falsificación de los acontecimientos, aunque la misma sea explícita o implícitamente defendida como “un bien para la revolución”; porque sabe que esos supuestos “bienes”, al acumularse, llevan a la revolución nada más ni nada menos que a la tumba. El revolucionario no se aparta de su familia y de sus ex-vecinos, colegas y ex–colegas cuando se le confía una responsabilidad, y mantiene los oídos y ojos bien abiertos para captar lo que ocurre en la vida de ellos, pues es allí y no en los discursos, donde se muestra la verdadera cara de la revolución. Confrontado a los errores y carencias de la revolución, no se oculta tras justificativas infinitas (a veces muy manidas) sino que busca incesantemente con sus conciudadanos soluciones efectivas para las mismas. En las situaciones límite el revolucionario prefiere incluso la muerte antes que la obsecuencia o la omisión.

YO EN TODO ESTO

Por mi parte soy un poco de cada tipo humano citado; privilegiado con miedo al cambio; omiso; casi nunca obsecuente; y me esfuerzo por parecerme a un revolucionario.


BIBLIOGRAFÍA

López Velasco, Sirio. Ética ecomunitarista, Ed. UASLP, S. Luis Potosí, México,
   2009a.
_________  Ecomunitarismo, socialismo del siglo XXI e interculturalidad, Ed. FURG,
   Rio Grande,  Brasil, 2009b, y Ed. El Perro y la rana:MPP para la Cultura, S. J. de los
   Morros, Venezuela, 2008.

martes, 22 de septiembre de 2009

Ortega y Gasset (2)

2.  Centralidad de la vida en Ortega y Gasset




Hemos llegado a una categoría central en Ortega y Gasset: la vida. De ahí que su filosofía se puede interpretar como un vitalismo. Para el filósofo español, nuestra época, plagada de racionalismo, ha contrapuesto artificialmente la cultura a la vida:
La tradición moderna nos ofrece dos maneras opuestas de hacer frente a la antinomia entre vida y cultura. Una de ellas, el racionalismo, para salvar la cultura niega todo sentido a la vida. La otra, el relativismo, ensaya la operación inversa: desvanece el valor objetivo de la cultura para dejar paso a la vida.
(“La doctrina del punto de vista”, en El tema de nuestro tiempo, p. 102).
La vida es un estar haciendo:
La vida humana es una realidad extraña, de la cual lo primero que conviene decir es que es la realidad radical, en el sentido en que a ella tenemos que referir todas las demás, ya que las demás realidades, efectivas o presuntas, tienen de uno u otro modo que aparecer en ella.
La nota más trivial, pero a la vez la más importante de la vida humana, es que el hombre no tiene otro remedio que estar haciendo algo para sostenerse en la existencia. La vida nos es dada, puesto que no nos la damos a nosotros mismos, sino que nos encontramos en ella de pronto y sin saber cómo. Pero la vida que nos es dada, no nos es dada hecha, sino que necesitamos hacérnosla nosotros; cada cual la suya. La vida es quehacer, y lo más grave de estos quehaceres en que la vida consiste no es que sea preciso hacerlos, sino, en cierto modo, lo contrario; quiero decir, que nos encontramos siempre forzados a hacer algo pero no nos encontramos nunca estrictamente forzados a hacer algo determinado; que no nos es impuesto este o el otro quehacer, como le es impuesta al astro su trayectoria o a la piedra su gravitación. Antes que hacer algo, tiene cada hombre que decidir, por su cuenta y riesgo, lo que va a hacer. Pero esta decisión es imposible si el hombre no posee algunas convicciones sobre lo que son las cosas en su derredor, los otros hombres, él mismo. Sólo en vista de ellas puede, preferir una acción a otra, puede, en suma, vivir.
Pero esta interpretación de la vida como actividad, como vida activa, no se da ni de forma gratuita, ni sin rumbo, aunque este rumbo no está establecido por la Idea hegeliana, sino por el ser humano mismo:
Pero el hombre no sólo tiene que hacerse a sí mismo, sino que lo más grave que tiene que hacer es determinar lo que va a ser. Es causa sui en segunda potencia. Por una coincidencia que no es casual, la doctrina del ser viviente sólo encuentra en la tradición como conceptos, aproximadamente utilizables, los que intentó pensar la doctrina del ser divino. Si el lector ha resuelto ahora seguir leyéndome en el próximo instante será, en última instancia, porque hacer eso es lo que mejor concuerda con el programa general que para su vida ha adoptado, por tanto, con el hombre determinado que ha resuelto ser. Este programa vital es el yo de cada hombre, el cual ha elegido entre diversas posibilidades de ser, que en cada instante se abren ante él.
Sobre estas posibilidades de ser importa decir lo siguiente:
1.º Que tampoco me son regaladas, sino que tengo que inventármelas, sea originalmente, sea por recepción de los demás hombres, incluso en el ámbito de mi vida. Intento proyectos de hacer y de ser en vista de las circunstancias. Esto es lo único que encuentro y que me es dado: la circunstancia. Se olvida demasiado que el hombre es imposible sin imaginación, sin la capacidad de inventarse una figura de vida, de "idear" el personaje que va a ser. El hombre es novelista de sí mismo, original o plagiario.
 2.º  Entre  esas posibilidades tengo que elegir. Por tanto, soy libre. Pero, entiéndase bien, soy por fuerza libre, lo soy quiera o no. La libertad no es una actividad que ejercita un ente, el cual aparte y antes de ejercitarla tiene ya un ser fijo. Ser libre quiere decir carecer de identidad constitutiva, no estar adscrito a un ser determinado, poder ser otro del que se era y no poder instalarse de una vez y para siempre en ningún ser determinado. Lo único que hay de ser fijo y estable en el ser libre es la constitutiva inestabilidad.
[Historia como sistema, loc. cit.]
En esto de ver la vida como una constante elección, podríamos encontrar cierta familiaridad con algunas ideas propias del existencialismo. Probablemente. Lo interesante de la postura de Ortega es que su énfasis en la vida no implica una renuncia a la racionalidad, que conduce a posturas insostenibles como el relativismo. Por eso, su postura es, más que vitalista, racio-vitalista. Para Ortega, no sólo es posible, sino que además, es imperativo, armonizar razón y vida, cultura y vida:
Se trata, pues, de dos instancias que mutuamente se regulan y corrigen. Cualquier desequilibrio en favor de una o de otra trae consigo irremediablemente una degeneración. La vida inculta es barbarie; la cultura desvitalizada es bizantinismo.
(“El doble imperativo”, en El tema de nuestro tiempo, p. 58)
Si la vida es central, también lo es la razón. “La razón es una breve zona de claridad analítica que se abre entre dos estratos insonsables de irracionalidad”, dice en “Ni vitalismo ni racionalismo”.




3.      Perspectivismo




Queremos subrayar que un elemento distintivo de Ortega es su insistencia en que este carácter opcional de la vida humana no se da al margen de las determinaciones históricas. Oigamos lo siguiente:
Hemos de buscar a nuestra circunstancia, tal y como ella es, precisamente en lo que tiene de limitación, de peculiaridad, el lugar acertado en la inmensa perspectiva del mundo. No detenernos perpetuamente en éxtasis ante los valores hieráticos, sino conquistar a nuestra vida individual el puesto oportuno entre ellos. En suma: la reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre.
Mi salida natural hacia el universo se abre por los puertos del Guadarrama o el campo de Ontígola. Este sector de realidad circunstante forma la otra mitad de mi persona: solo al través de él puedo integrarme y ser plenamente yo mismo. La ciencia biológica más reciente estudia el organismo vivo como una unidad compuesta del cuerpo y su medio particular: de modo que el proceso vital no consiste solo en una adaptación del cuerpo a su medio, sino también en la adaptación del medio a su cuerpo. La mano procura amoldarse al objeto material a fin de apresarlo bien; pero, a la vez, cada objeto material oculta una previa afinidad con una mano determinada.
Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo. Benefac loco illi quo natus es, leemos en la Biblia. Y en la escuela platónica se nos da como empresa de toda cultura, esta: «salvar las apariencias», los fenómenos. Es decir, buscar el sentido de lo que nos rodea.
Preparados los ojos en el mapamundi, conviene que los volvamos al Guadarrama. Tal vez nada profundo encontremos. Pero estemos seguros de que el defecto y la esterilidad provienen de nuestra mirada. Hay también un logos del Manzanares: esta humildísima ribera, esta líquida ironía que lame los cimientos de nuestra urbe lleva, sin duda, entre sus pocas gotas de agua, alguna gota de espiritualidad.
Esto último implica el desafío del pensar para las culturas de habla española. El “logos del Manzanares”, el río que recorre Madrid, simboliza el imperativo de filosofar para todos los seres humanos. Por supuesto que debe ser un filosofar que parta de las circunstancias, que aporte las perspectivas del mundo propias, y no una mera repetición de las respuestas de otras tradiciones filosóficas. Esto nos lleva a otro punto: el perspectivismo orteguiano.
Cada vida es un punto de vista sobre el universo. En rigor, lo que ella no ve lo puede ver otra. Cada individuo —persona, pueblo, época— es un órgano insustituible para la conquista de la verdad. He aquí cómo esta, que por si misma es ajena a las variaciones históricas, adquiere una dimensión vital. Sin el desarrollo, el cambio perpetuo y la inagotable aventura que constituyen la vida, el universo, la omnímoda verdad, quedaría ignorada.
(“La doctrina del punto de vista”, op. cit., p. 106).


La diversidad de puntos de vista (que nacen de los diferentes yoes y las diferentes circunstancias) es un elemento constitutivo de la verdad. Para Ortega y Gasset no hay una verdad “no localizada, vista desde lugar ninguno” (ibídem, p. 107). Más aún: “La perspectiva es uno de los componentes de la realidad. Lejos de ser su deformación, es su organización” (ibídem, p. 105).
Ahora bien, si Ortega y Gasset considera inviable el relativismo, esto no es obstáculo para plantear el pluralismo de puntos de vista, que parten de la misma realidad:
La realidad, pues, se ofrece en perspectivas individuales. Lo que para uno está en último plano, se halla para otro en primer término. El paisaje ordena sus tamaños y sus diferencias de acuerdo con nuestra retina, y nuestro corazón reparte los acentos. La perspectiva visual y la intelectual se complican con la perspectiva de la valoración. En vez de disputar, integremos nuestras visiones en generosa colaboración espiritual, y como las riberas independientes se aúnan en la gruesa vena del río, compongamos el torrente de lo real.
(El espectador, p. 21).


El ideal orteguiano de integración de las perspectivas se acerca mucho al de la “comunidad ideal de comunicación” de Karl-Otto Apel. Desde la perspectiva de Ortega, se preconiza un ideal liberal de sociedad, que acercaría a la España de su tiempo a los sistemas políticos europeos modernos.

Ortega y Gasset (1)

El vitalismo. Ortega y Gasset






José Ortega y Gasset (1883-1955) fue uno de los filósofos españoles más reconocidos. Sus ideas tuvieron una gran difusión, tanto dentro de los círculos filosóficos como fuera de ellos. Como muchos intelectuales españoles, viajó a Alemania para estudiar filosofía. Estudió en la universidad de Marburgo.
La cultura española se siente en crisis a raíz del 98. Los intelectuales de la llamada Generación del 98 (Miguel de Unamuno, Antonio y Manuel Machado, Ángel Ganivet, Ramón del Valle-Inclán, Azorín y Pío Baroja son algunos de sus integrantes) afirmaban que España se encontraba en decadencia y que había que regenerarla. Precisamente el regeneracionismo, llamado así por el intelectual Joaquín Costa, caracteriza el empeño de los noventayochistas. Estos autores partirán de los problemas filosóficos que plantean algunas corrientes críticas de la Modernidad racionalista: Schopenhauer, Bergson, Nietzsche y Kierkegaard, para replantearse a España.
Ver a España como problema es lo que caracterizará también a los intelectuales de la generación siguiente, la de Ortega y Gasset, llamada la Generación del 14. En ella figuran también Américo Castro y Ramón Pérez de Ayala. Si los noventayochistas habían cuestionado a España desde posturas filosóficas que impugnaban radicalmente el racionalismo, los del 14 intentarán “atemperar” racionalísticamente la fogosidad de sus predecesores.

  1. Crisis cultural. El papel de las élites

En 1914, publicó su primer libro, Meditaciones del Quijote. El título podría llevarnos a pensar en que estamos ante unas reflexiones filosóficas sobre el personaje de Miguel de Cervantes. No se trata de eso. Podríamos verlo más bien como el Quijote meditando sobre los temas cardinales de la vida humana. Ese “del” es, pues, genitivo.

Como los miembros de la generación del 14, Ortega y Gasset plantea que la recuperación de la crisis cultural está ligada a un movimiento de reforma intelectual de España. Para ello, se adoptará un estilo de filosofar que tenga un impacto social. Por eso, Ortega y Gasset y sus compañeros de generación eligen el ensayo como género literario, más que el tratado filosófico especializado. Por esa misma razón, estos autores —y, sobresalientemente, Ortega— tendrán un perfil público muy alto, dictando conferencias, creando revistas y periódicos y publicando artículos periodísticos.  En su introducción a El espectador, libro que reúne una serie de artículos de Ortega, Gaspar Gómez de la Serna apunta:

Ortega levanta, exenta y aparte de toda acción concreta, la tribuna de su insobornable vocación intelectual: el puesto de francotirador desde el que encararse a solas con la perspectiva de la vida en torno, según fluye ante él, sin contaminación de ninguna especie de política concreta, a la que, a la postre, concluiría volviéndole la espalda como a una faena de segunda clase. Es entonces cuando empieza a entregar al público, aparte de sus libros, ensayos, lecciones y artículos de periódico, una especial comunicación directa, redactada y editada por él —El espectador—, en cuyas páginas “ideas, teorías y comentarios se presentan —escribe el propio Ortega— con el carácter de peripecias y aventuras personales del autor”.
(El espectador, Salvat, Barcelona, 1971, p. 11.)

Este párrafo explica cómo concibe Ortega y Gasset su labor intelectual. La suya es una labor crítica de la vida pública. El filósofo pretende que esta labor no tenga ataduras políticas (aunque sí tenga incidencia política).




Debe formarse, plantea el filósofo, una élite intelectual que sea la que regenere la cultura española. Ortega ve en la élite la contrapartida del problema característico de las sociedades contemporáneas: la masificación. En La rebelión de las masas, Ortega plantea que el siglo XX ha conformado un “hombre nuevo”, que no tiene nada de heroico, sino de conformista: el hombre masificado:

El mundo que desde el nacimiento rodea al hombre nuevo no le mueve a limitarse en ningún sentido, no le presenta veto ni contención alguna, sino que, al contrario, hostiga sus apetitos, que, en principio, pueden crecer indefinidamente.
(...)
Esto nos lleva a apuntar en el diagrama psicológico del hombre-masa actual dos primeros rasgos: la libre expansión de sus deseos vitales — por lo tanto, de su persona y la radical ingratitud hacia cuanto ha hecho posible la facilidad de su existencia. Uno y otro rasgo componen la conocida psicología del niño mimado. Y en efecto, no erraría quien utilice ésta como una cuadrícula para mirar a su través el alma de las masas actuales. Heredero de un pasado larguísimo y genial — genial de inspiraciones y de esfuerzos — el nuevo vulgo ha sido mimado por el mundo en torno. Mimar es no limitar los deseos, dar la impresión a un ser de que todo le está permitido y a nada está obligado. La criatura sometida a este régimen no tiene la experiencia de sus propios confines. A fuerza de evitarle toda presión en derredor, todo choque con otros seres, llega a creer efectivamente que sólo él existe, y se acostumbra a no contar con los demás, sobre todo a no contar con nadie como superior a él. Esta sensación de la superioridad ajena sólo podía proporcionársela quien, más fuerte que él, le hubiese obligado a renunciar a un deseo, a reducirse, a contenerse. Así habría aprendido esta esencial disciplina: "Ahí concluyo yo y empieza otro que puede más que yo. En el mundo, por lo visto, hay dos: yo y otro superior a mí." Al hombre medio de otras épocas le enseñaba cotidianamente su mundo esta elemental sabiduría, porque era un mundo tan toscamente organizado, que las catástrofes eran frecuentes y no había en él nada seguro, abundante ni estable. Pero las nuevas masas se encuentran con un paisaje lleno de posibilidades y, además, seguro, y todo ello presto, a su disposición, sin depender de su previo esfuerzo, como hallamos el sol en lo alto sin que nosotros lo hayamos subido al hombro. Ningún ser humano agradece a otro el aire que respira, porque el aire no ha sido fabricado por nadie: pertenece al conjunto de lo que "está ahí", de lo que decimos "es natural", porque no falta. Estas masas mimadas son lo bastante poco inteligentes para creer que esa organización material y social, puesta a su disposición como el aire, es de su mismo origen, ya que tampoco falla, al parecer, y es casi tan perfecta como la natural.
Mi tesis es, pues, esta: la perfección misma con que el siglo XIX ha dado una organización a ciertos órdenes de la vida, es origen de que las masas beneficiarias no la consideren como organización, sino como naturaleza. Así se explica y define el absurdo estado de ánimo que esas masas revelan: no les preocupa más que su bienestar, y, al mismo tiempo, son insolidarias de las causas de ese bienestar. Como no ven en las ventajas de la civilización un invento y construcción prodigiosos, que sólo con grandes esfuerzos y cautelas se pueden sostener, creen que su papel se reduce a exigirlas perentoriamente, cual si fuesen derechos nativos. En los motines que la escasez provoca suelen las masas populares buscar pan, y el medio que emplean suele ser destruir las panaderías. Esto puede servir como símbolo del comportamiento que, en más vastas y sutiles proporciones, usan las masas actuales frente a la civilización que las nutre.
( Cfr. “VI. Comienza la disección del hombre-masa”, en La rebelión de las masas)
Así, la masificación de la sociedad implica conformismo, falta de creatividad. Ello está relacionado con los ciclos generacionales que transitan por las diferentes épocas históricas. Hay épocas creativas, dice Ortega, pero también hay épocas de suma pasividad:
Hay, en efecto, épocas en las cuales el pensamiento se considera a sí mismo como desarrollo de ideas germinadas anteriormente, y épocas que sienten el inmediato pasado como algo que es urgente reformar desde su raíz. Aquellas con épocas de filosofía pacífica; estas son épocas de filosofía beligerante, que aspira a destruir el pasado con su radical superación. Nuestra época es de este último tipo, si se entiende por ‘nuestra época’ no la que acaba ahora, sino la que ahora empieza.
(“La idea de las generaciones”, en El tema de nuestro tiempo, Ediciones Revista de Occidente, Madrid, 1970, p. 18).
El que una época sea de cambios es algo que demanda la intervención de una minoría creadora que se contrapone a las masas, pasivas y conformistas:
Cuando el pensamiento se ve forzado a adoptar una actitud beligerante contra el pasado inmediato, la colectividad intelectual queda escindida en dos grupos. De un lado, la gran masa mayoritaria de los que insisten en la ideología establecida; de otro, una escasa minoría de corazones de vanguardia, de almas alerta que vislumbran a lo lejos zonas de piel intacta. Esta minoría vive condenada a no ser bien entendida: los gestos que en ella provoca la visión de los nuevos paisajes no pueden ser rectamente interpretados por la masa de retaguardia que avanza a su zaga y aún no ha llegado a la altitud desde la cual la terra incognita se otea. De aquí que la minoría de avanzada viva en una situación de peligro entre el nuevo territorio que hostiliza a su espalda. Mientras edifica lo nuevo, tiene que defenderse de lo viejo, manejando a un tiempo, como los reconstructores de Jerusalén, la azada y el asta.
(Ibídem, pp. 18-19).
En resumen, para Ortega y Gasset hay ciertas épocas históricas (y en ella, las élites intelectuales), que encarnan la vitalidad de la historia. La historia se ve, por tanto, como un proyecto inconcluso, un proyecto que está haciéndose, pero no en virtud del decreto de una entidad suprahumana a lo Hegel, sino porque la vida es la fuerza que hace historia. En este sentido, vemos cierta familiaridad con la doctrina bergsoniana del élan vital. Para Ortega, no se trata de una corriente vital, sino de la vida misma la que imprime su dinamismo a la historia.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Bergson (y 2)

2. El pensamiento de Bergson
Aspectos generales
Henri Bergson nació en 1859 y murió en 1941. Su pensamiento se ve alimentado por la crítica antipositivista del espiritualismo y, desde muy temprano, se caracteriza por su preconizar la importancia de la consciencia. Su primer libro publicado fue, por cierto, Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia.  Otras obras suyas son La evolución creadora, donde plantea la tesis de que es una fuerza, un impulso vital (el élan vital), el que recorre a la consciencia y a la materia. También resulta relevante su libro Duración y simultaneidad, donde hay un planteamiento muy original del tiempo.
Aquí abordaremos precisamente estos tres aspectos: la noción de duración, la intuición y la teoría bersgoniana del impulso vital.
2.1. El concepto de duración
La concepción de tiempo que aporta Bergson proviene de la teoría de la relatividad de Einstein. Se caracteriza como duración, a la cual está opuesta la concepción matemática de tiempo (entendido como unidades temporales recortadas nítidamente y sucesivas linealmente). La duración implica a la conciencia. Los estados de conciencia pasados y presentes están en una continuidad fluida. Hay un flujo temporal de consciencia. Abbagnano (p. 324) dice: “La duración es el progreso continuo del pasado, que roe al futuro y se acrecienta avanzando. La memoria no es una facultad especial, sino que es el mismo devenir espiritual que espontáneamente lo conserva todo en sí mismo. Esta conservación total es al mismo tiempo una creación total, ya que en cada momento, aun siendo el resultado de todos los momentos precedentes, es absolutamente nuevo respecto a ellos”. Esta es una perspectiva de tiempo que busca superar el determinismo, incluso, el determinismo historicista.
Existir es pasar “de un estado a otro estado. Tengo frío o calor, estoy alegre o triste, trabajo o no hago nada, miro lo que me rodea o pienso en otra cosa. Sensaciones, sentimientos, voliciones, representaciones, tales son las modificaciones entre las que se reparte mi existencia y que la colorean alternativamente. Cambio, pues, sin cesar”. (Henri Bergson: Memoria y vida. Textos escogidos por Gilles Deleuze, Alianza Editorial, Madrid, 1977, p. 7).
Los estados de conciencia no son bloques claramente delimitados. “Tomemos el más permanente de los estados internos, la percepción visual de un objeto exterior inmóvil. El objeto puede permanecer idéntico, y yo puedo mirarlo desde el mismo lado, bajo el mismo ángulo, con la misma luz: la visión que de él tengo no por ello difiere menos de la que acabo de tener, aunque no fuera porque mi visión ha envejecido un instante. Ahí está mi memoria, que inserta algo de ese pasado en este presente. Mi estado de alma, al avanzar en la ruta del tiempo, crece continuamente con la duración que recoge; por decirlo así, hace bola de nieve consigo mismo” (ibídem, p. 8). Hay una aparente continuidad de la vida psicológica que radica “en una serie de actos discontinuos: donde no hay más que una suave pendiente, siguiendo la línea quebrada de nuestros actos de atención, creemos percibir los peldaños de una escalera. Cierto que nuestra vida psicológica está llena de imprevistos. Surgen mil incidentes que parecen cortar con lo que les precede sin por ello vincularse a lo que les sigue. Pero la discontinuidad de sus apariciones destaca sobre la continuidad de un fondo sobre el que se dibujan y al que deben los intervalos mismos que les separan: son los golpes de tímbalo que estallan de cuando en cuando en la sinfonía”. Este ejemplo es valioso, porque la música es continuidad, flujo continuo, aunque parezca que hay interrupciones.
El concepto de duración se opone al de tiempo espacializado, el “tiempo descompuesto en estados, cada uno de los cuales representa el lugar en que estaría el cuerpo si allí interrumpiéramos el movimiento. Pero el movimiento y sus presuntos estados no son algo en lo que el cuerpo está, sino justamente al revés, algo en que el cuerpo no queda, sino pasa. Y este estar pasando es justo el movimiento, lo que la ciencia no aprehende”. (Cinco lecciones de filosofía, p. 180).
La duración dista de ser una sucesión esquemática. Bergson tiene, pues, una concepción no determinista del tiempo: “La pura duración podría muy bien no ser más que una sucesión de cambios cualitativos que se funden, que se penetran sin contornos precisos, sin tendencia alguna a exteriorizarse unos en relación con los otros, sin parentesco alguno con el nombre: esto sería la heterogeneidad pura”. (H. Bergson, Memoria y vida, p. 16) La duración es el tiempo, pero considerado de forma dinámica: “la Duración real es lo que siempre se ha llamado el tiempo, pero el tiempo percibido como indivisible. No estoy en desacuerdo con que el tiempo implica sucesión. Pero que la sucesión se presente en primer lugar a nuestra conciencia como la distinción de un ‘antes’ y de un ‘después’ yuxtapuestos, esto ya no podría aceptarlo. Cuando escuchamos una melodía tenemos la impresión más pura de sucesión que podemos tener —una impresión tan alejada como es posible de la de simultaneidad—, y sin embargo es la continuidad misma de la melodía y la imposibilidad de descomponerla lo que causa en nosotros esa impresión” (Memoria y vida, p. 21).
Bergson parte de la idea de cambio. Pero el cambio no es sucesión en el tiempo, valga decir, sucesión lineal, progreso, tal como lo entiende el positivismo (y también Hegel). Lo que hay tras el movimiento no es la sucesión de “estados”, sino la duración misma: “Tomar esta sucesión como si fuera el movimiento mismo, es ser víctima de lo que Bergson llama la ilusión cinematográfica del movimiento. El cine, en efecto, hace pasar con gran rapidez muchas imágenes que nos dan la impresión del movimiento. Pero lo que la pantalla nos ofrece no es el movimiento; las imágenes de la pantalla no están en movimiento. Para que lo estuvieran, haría falta que cada imagen saliera de la anterior como una prolongación interna, como una tensión que se va desplegando en otras diversas imágenes. Pero entonces, el movimiento ya no sería sucesión en el tiempo, sino durée pura, una multiplicidad meramente cualitativa de la tensión dinámica misma. Tanto en su aspecto cualitativo, como en su aspecto mecánico, la ciencia física ha espacializado el tiempo, con lo cual el tiempo mismo se le ha escapado.” (Cinco lecciones de filosofía,  p. 181).
Bergson lo explica, a su vez, valiéndose de la aporía de Zenón: “¿Podemos considerar la flecha que vuela? En cada instante, dice Zenón, está inmóvil porque no tendría tiempo de moverse, es decir, de ocupar por lo menos dos posiciones sucesivas, a no ser que, por lo menos, se le concedan dos instantes. En un momento dado está por tanto en reposo en un punto dado. Inmóvil en cada punto de su trayecto, está inmóvil durante todo el tiempo que se mueve. Sí, si suponemos que la flecha puede estar alguna vez en un punto de su trayecto. Sí, si la flecha, que es lo móvil, coincide alguna vez con una posición, que es la inmovilidad. Pero la flecha no está nunca en un punto de su trayecto. (...) Igual que el shrapnell, proyectil que por estallar antes de tocar tierra cubre con un peligro indivisible la zona de explosión, la flecha que va de A a B despliega de un solo trazo, aunque en una extensión determinada de duración, su indivisible movilidad. Suponed un elástico que estiráis de A a B, ¿podrías dividir su extensión? El curso de la flecha es esa extensión misma, tan simple como ella, indivisible como ella. Es un solo y único salto” (Memoria y vida, p. 19). Las acotaciones temporales, nos dice Bergson, en las cuales el movimiento de la vida se suspende, existen únicamente a nivel conceptual: “Suponer que el móvil está en un punto del trayecto es cortar, mediante un tijeretazo dado en ese punto, el trayecto en dos y sustituir por dos trayectorias la trayectoria única que se consideraba en primer lugar. Es distinguir dos actos sucesivos allí donde, por hipótesis, no hay más que uno. Es, por último, llevar al curso mismo de la flecha todo cuanto puede decirse del intervalo que ha recorrido, es decir, admitir a priori el absurdo de que el movimiento coincide con lo inmóvil” (Memoria y vida, p. 20).
2.2. El impulso vital
Así como no es posible hacer recortes en el tiempo, tampoco podemos hacer lo mismo con la conciencia, pretendiendo que en ella hay una sucesión lineal de estados de conciencia. Para Bergson, hay un torrente, un flujo de conciencia, una energía: “la conciencia no es una multiplicidad numérica de estados, sino una multiplicidad cualitativa de un solo estado, que como un élan (un torrente, decía W. James), dura y se distiende sin cesura. El tiempo de la conciencia no es la sucesión de diversos estados, sino la durée de un mismo estado. Por esto es que los estados mentales no se hallan determinados los unos por los otros según una ley, sino que por el contrario, constituyen una realidad única y durativa, aprehensible por intuición. Más aún, cuando yo decido una acción, no son los motivos los que me determinan, sino que por el contrario, eso que llamamos motivos no son sino yo mismo motivando mi acción. La esencia de la durée de la conciencia es lo contrario de determinación: es libertad. Sólo sumergiéndonos en nosotros mismos por intuición es como aprehendemos la realidad inmediata de nuestra conciencia”. (Cinco lecciones de filosofía, p. 182).
El élan es lo que distingue a la vida: “(...) la vida misma es esa especie de élan, que se va abriendo paso a través de la materia. La ciencia llama vida al organismo. Pero el organismo no es sino la impronta sobre la materia de la durée, del élan en que la vida consiste”. (Cinco lecciones de filosofía, p. 182). Esto le imprime una nueva significación a la constatación de la materia como base de la vida. La materia no es una esencia estática, sino que es partícipe del élan vital. Esa expresión de la energía vital es el organismo.
Así, el movimiento es lo que caracteriza a la realidad y a todo cuanto la constituye: “Por dondequiera que se tome la cuestión, pues, la realidad es pura durée. Cada cosa es un élan, una durée, un impulso o tensión dinámica interna. Lo demás es tiempo espacializado para los usos de la vida práctica y de la ciencia que de ella ha nacido”. (Cinco lecciones de filosofía,  p. 182).
“Estas distintas duraciones que constituyen el todo de lo real no están meramente yuxtapuestas para Bergson. Poseen una interna articulación sumamente precisa: es la evolución. (...) Bergson ha escrito ciertamente que la vida es un élan, desde la más modesta ameba hasta el espíritu más selecto como el de Santa Teresa. Pero este élan no es una transformación, sino justamente lo contrario: es una invención en cada una de sus fases, o, como dice Bergson, es una evolución ‘creadora’ de algo nuevo, imprevisible por no hallarse contenido en la fase anterior. Y esto no sólo por lo que concierne al espíritu, sino por lo que se refiere a la vida en general” (Cinco lecciones de filosofía, pp. 200-201).
2.3. La intuición
Bergson plantea que el conocimiento conceptual no puede agotar la riqueza del tiempo considerado como duración y, por ende, como movimiento. El conocimiento conceptual, en el que se apoyan las ciencias, tendría un valor orientativo con respecto de la realidad: “Todo concepto es un esquema de la realidad. Ahora bien: este esquema se puede utilizar de dos maneras distintas, al igual que para conocer una ciudad se pueden utilizar de dos maneras distintas el plano y las fotografías de ella. Una consiste en servirse de estos elementos para visitar la ciudad; plano y fotografías no tienen entonces más que una función de orientación para el logro de un conocimiento inmediato. Otra manera consiste en quedarse en casa y estudiar atentamente el plano y las fotografías. Estos elementos, entonces, sustituyen a la ciudad real, y sólo me procuran una ‘cierta idea’ de ella. Pues bien, esa segunda manera es la propia de los conceptos de la ciencia. La primera es la manera de utilizar los conceptos en la filosofía. Los conceptos son guías preciosas pero sólo guías, para el conocimiento inmediato de lo real. Por retroacción sobre la práctica y sobre lo que en la ciencia hay de práctica, prescindimos de símbolos y de conceptos y nos instalamos en la realidad” (Cinco lecciones de filosofía, p. 169).
Así, es necesario ir más allá de los conceptos, esas guías para caminar en la realidad, e ir a la realidad misma. La forma de hacerlo es la experiencia intuitiva: “El hombre no está fuera de las cosas y por tanto, no es cuestión de girar, sino que el hombre, por algún acto primario suyo, está ya dentro de las cosas. ‘Dentro’ se dice intus. Por esto el acto radical de la filosofía, el gran órgano mental para filosofar es, para Bergson, la intuición. Es el acto que nos coloca, que nos instala dentro de las cosas” (Cinco lecciones de filosofía, p. 174).
“Por puros conceptos no llegaremos jamás al mundo real. En cambio, instalados en la experiencia metafísica, nos encontramos con que lo real es lo inmediatamente dado, el hecho inmediato dado a nuestra conciencia. Si todas las cosas coinciden en algo, este algo tendrá que ser también intuido en la experiencia metafísica” (Cinco lecciones de filosofía, p. 198).  La aparente omnipotencia de los sistemas conceptuales —valga decir los de la ciencia y los de muchas filosofías— se derrumba ante la realidad: “Pero igual que el billete no es más que una promesa de oro, así una concepción no vale más que por las percepciones eventuales que representa. No se trata solamente, bien entendido, de la percepción de una cosa, o de una cualidad, o de un estado. Uno puede concebir un orden, una armonía, y más generalmente una verdad, que viene a ser entonces una realidad. Digo que se está de acuerdo en este punto. Todo el mundo puede constatar, en efecto, que las concepciones más ingeniosamente ensambladas y los razonamientos más sabiamente combinados se derrumban  como castillos de naipes cuando un hecho —un solo hecho realmente percibido— viene a chocar con estas concepciones y estos razonamientos”. (“El principio de la intuición”, en F. Vidals Canals, Textos de los grandes filósofos, Herder, Barcelona, 1977, p. 138).
La ciencia busca constatar afirmaciones sobre las cosas. Pero en la intuición hay algo más hondo: una simpatía con las cosas. Un sentir a la par de las cosas mismas. “En la intuición hay algo distinto, algo más que una mera constatación. Hay una especie de simpatía o simbiosis, no sólo con los hombres, sino con todas las cosas. Simpatía, tomado en sentido etimológico: syn-pathein, co-sentir las cosas, sentir a una con las cosas mismas, por una estricta simbiosis con ellas que nos permite precisamente aprehenderlas intuitivamente” (Cinco lecciones de filosofía, p. 175). Ahora bien, ya Zubiri advierte que esa simpatía no es una disposición pasiva de la mente, sino un volcarse violentamente a la realidad. Para Bergson, las intuiciones son experiencias reales.
Turner: Venecia vista desde el pórtico de Santa María Della Salute, 1835. Museo Metropolitano de Nueva York.

La intuición caracteriza al arte, que logra calar más en la realidad, debido a su aparente “distracción”, que no es otra cosa que una forma intuitiva de ver las cosas, alejadas de su utilidad inmediata. Dice Bergson: “¿A qué mira el arte, sino a mostrarnos en la naturaleza y en el espíritu, fuera de nosotros y en nosotros, las cosas que no impresionan explícitamente nuestros sentidos y nuestra conciencia? El poeta y el novelista que expresan un estado de alma no lo crean en todos sus aspectos; no serían comprendidos por nosotros si no observásemos en nosotros, hasta cierto punto, lo que nos dicen de otros. A medida que nos hablan de matices, de emoción y de pensamiento nos parecen que podían estar en nosotros desde hace tiempo, pero que permanecían invisibles: como la imagen fotográfica que aun no ha sido sumergida en el baño que la revelará. El poeta es este revelador” (“Ampliación de las facultades perceptivas”, en Vidal Canals, op. cit., pp. 141-142).
La intuición permite descartar los seudoproblemas que han aquejado a la metafísica y enfocarnos en los verdaderos problemas. Muchos de estos problemas falsos son, para Bergson, cuestiones de léxico (cuestiones del tipo: “Visto el sentido habitual de los términos placer  y felicidad, ¿debe decirse que la felicidad es una serie de placeres?”. Memoria y vida, p. 24). Hay seudoproblemas que se explican en una actitud errónea ante las cosas: “En efecto —dice Bergson— nunca nos sorprenderíamos de que algo exista —materia, espíritu, Dios— si no se admitiese implícitamene que podría no existir nada. Nos figuramos, o mejor, pensamos que nos figuramos que el ser ha venido a colmar un vacío y que la nada preexistía lógicamente al ser: la realidad primordial —se llame materia, espíritu o Dios— vendría entonces a sobreañadirse, y esto resulta incomprensible.” (Ibídem, p. 25). La seudoidea de la Nada surge como una forma para tratar de justificar la existencia. Puestos en una perspectiva causal, como en Aristóteles o Santo Tomás, “nos remontamos por tanto de causa en causa; y si nos detenemos en alguna parte, no es por nuestra inteligencia no busque nada más allá, es que nuestra imaginación termina por cerrar los ojos, como sobre un abismo, para escapar al vértigo” (ídem).
Todos estos seudoproblemas se diluyen cuando los encaramos desde la perspectiva de la intuición. La “nada” no es otra cosa que la expresión de la natural insatisfacción humana, el “sentimiento de ausencia” que empuja al ser humano a actuar, a avanzar de una “nada” a un “algo”. Pero la nada aquí no es la “Nada” absoluta, “no es tanto la ausencia de una cosa cuanto de una utilidad. Si llevo a un huésped a una habitación que todavía no he amueblado, le advierto ‘que no hay nada’. Sé, sin embargo, que la habitación está llena de aire; pero como él no se sienta sobre el aire, la habitación no contiene realmente nada de lo que en ese momento, tanto para el visitante como para mí, cuenta como algo. De modo general, el trabajo humano consiste en crear utilidad; y mientras el trabajo no está hecho, no hay ‘nada’, nada de lo que se quería obtener” (ibídem, p. 31).
La intuición parte de la realidad en su dinámica de creación, “imprevisible y nueva” (ibídem, p. 32). Esto abre una nueva perspectiva: la de la duración. La perspectiva del tiempo espacializado, la perspectiva estática no logra dar cuenta de lo que sí se abre ante la duración: la diferencia. “Las cuestiones relativas al sujeto y al objeto, a su distinción y a su unión deben plantearse en función del tiempo antes que en función del espacio” (ibídem, p. 35).
La diferencia es una categoría que aporta Deleuze y resulta útil para apreciar mejor lo que se abre frente a la intuición creadora. Bergson nos pone a considerar la gama de diferentes colores. Tenemos ideas abstractas de los mismos: del verde, del azul, del rojo, etcétera, pero puestos ante la escala cromática, vemos que hay una serie de matices de todos los colores. En aquello que se supone comúnmente como un “no color”, esto es, el blanco, encontramos que están presentes todos los colores. La “pura luz blanca” encerraría “la diversidad indefinida de los rayos multicolores”, esto es, la diferencia en términos deleuzianos. “Entonces se revelaría también, hasta en cada matiz cogido aisladamente, lo que el ojo no notaba al principio, la luz blanca de que participa, la iluminación común de donde saca su coloración propia” (Ibídem, p. 38). Esta sería “la clase de visión de tenemos que exigir a la metafísica”, plantea Bergson (ídem). ¿Cuál sería, pues, el objeto de esta metafísica, replanteada desde la perspectiva de la intuición y la duración? “El objeto de la metafísica consiste en aprehender de las existencias individuales, y en perseguir, hasta la fuente de donde emana, el rayo particular que, confiriendo a cada una de ellas su matiz propio, lo relaciona de este modo con la luz universal”.  El rayo es el élan vital, del que parte la diversidad de existencias. La imagen de la luz resulta elocuente, puesto que la trayectoria de la luz no se puede apresar de forma tangible. Puede obstruirse la luz, pero nunca se puede atrapar. Su trayecto mismo es comparable de alguna forma al torrente vital.

Bergson (1)

El vitalismo. Henri Bergson
1. El punto de partida filosófico de Begson: el espiritualismo
a)     Orígenes del espiritualismo
El espiritualismo fue una corriente filosófica decimonónica que surgió como reacción al positivismo. Muchas corrientes filosóficas del XIX se caracterizan precisamente por cuestionar los supuestos del positivismo (superioridad del saber científico sobre otro tipo de saberes, reducción de la realidad al hecho ‘positivo’, etc.). El signo característico del espiritualismo es, según Nicola Abbagnano, es concebir el filosofar como “el acto de replegarse interiormente, de la indagación de la propia espiritualidad. Este acto es la conciencia como actitud filosófica (no como término psicológico). Las exigencias morales, religiosas y estéticas, y la necesidad de la libertad que las condiciona a todas, se convierten, en este caso, en la guía de la investigación filosófica y su satisfacción se convierte en término final de la misma” (Historia de la filosofía, ed. Montaner y Simón, Barcelona, 1964, tomo III, p. 195).
Así, para el espiritualismo lo primordial son los datos que provienen de la conciencia. El espiritualismo reivindica el espíritu, el sentimiento, el corazón, frente a la pretensión de “objetividad” del positivismo. En Alemania, el espiritualismo surge en polémica contra el pensamiento hegeliano (ibídem, p. 196). Es lógico, si tomamos en cuenta que el hegelianismo concibe la realidad como una totalidad racional definida por el Espíritu Absoluto. Todo en ella está  manejado por la Razón, inclusive los así llamados impulsos irracionales. Uno de estos espiritualistas alemanes es Immanuel H. Fichte (1796-1879), hijo del filósofo Fichte (compañero de juventud de Hegel). Su concepción finalista de la historia plantea que el telos de la naturaleza es “hacer posible la vida espiritual del hombre” (ibídem, p. 197).
Otro espiritualista alemán es Rudolf Hermann Lotze (1817-1881), quien descubrió la obra de Fichte hijo. Su crítica al mecanicismo cientificista está centrada en una orientación de las investigaciones científicas en función de las “necesidades del alma, el sentimiento, las aspiraciones del corazón, las esperanzas humanas” (Ídem).
Edward Hartmann (1842-1906), por su parte, plantea que hay una fuerza inconsciente que dirige la naturaleza. Como puede verse, en estos pensadores subsiste el teleologismo que está presente en Hegel. Pero, al contrario de éste, ese teleologismo apela a una fuerza que no es racional. Supone una fuerza, principio ideal, o energía. Preferirán describirla como una fuerza inconsciente y no, como lo plantea el autor de la Ciencia de la lógica, como “el despliegue de la razón”.
b)     Maine de Biran


En Francia, el espiritualismo encuentra un antecesor importante en Montaigne, quien, al decir de Abbagnano, “fue el iniciador de esa forma de filosofar que consiste en una actitud de recogimiento interior, de investigación de la propia espiritualidad íntima” (ibídem, p. 205). Henri Bergson está influido por la problemática puesta en marcha por estos pensadores. Esta actitud de recogimiento interior no tiene nada de pasivo, o de “huida de la realidad”, si la ponemos en el contexto de la crítica al racionalismo (que todo lo agota en la racionalidad) y el positivismo (que agota el conocimiento humano al conocimiento de lo mensurable y lo manipulable). Había, por tanto, algo que la filosofía había hecho a un lado: la conciencia.
Pero hay otro antecedente importante, decisivo, en lo que constituye el punto de partida de la filosofía de Bergson. En el siglo XVIII y principios del XIX, Maine de Biran (1766-1824) había reivindicado la importancia de la conciencia en tanto concepción del yo como yo activo. Maine de Biran, como Montaigne, propone un estilo de filosofar desde ese yo que está filosofando, viviendo, haciendo. El objeto del filosofar es ese yo activo, ese yo que estoy experimentando. De ahí ese estilo de filosofía personalísimo, tanto en Montaigne (sus Ensayos, por ejemplo) y en Maine de Biran (cuya obra filosófica está escrita en sus Diarios). De Biran es un precursor en todo el sentido de la palabra, puesto que sus ideas son anteriores al positivismo.
Maine de Biran advierte que la razón empobrece nuestra visión del ser humano. Como plantea Juan Ignacio Morera de Guijarro,
“Lo esencial humano se define por sus contradicciones. La razón se autolimita en ellas. Existen fuerzas distintas de lo racional, fuerzas que prueban sus ‘convicciones’, con una lógica independiente, pero no por ello ineficaz. (...) Se trata de avanzar en una línea más totalizadora, menos excluyente. La contraposición, o en el mejor de los casos, la jerarquización, razón-sinrazón, debe superarse en favor de una visión más armónica, más integradora. Así, para Maine de Biran, la experiencia debe ser reconsiderada”
(Morera de Guijarro, “Problemática del Yo en Maine de Biran”, Anales del Seminario de metafísica, XXII, 1987-88. Universidad Complutense, Madrid, p. 188)
Ahora bien, la experiencia para Maine de Biran tiene una significación distinta a la del empirismo (para el cual, la experiencia sensorial es mera recolección de datos, que serán procesados ulteriormente por la razón). En el filósofo francés hay una búsqueda de enriquecer estas nociones con la cotidianidad humana. “Para Maine de Biran —continúa Morera de Guijarro— la aceptación de la primacía de la experiencia, punto de arranque de su filosofía, debe hacerse extensiva desde el mundo exterior a las realidades íntimas, del ámbito del objeto al ámbito del sujeto. (...) Se trata, pues, de acceder al propio yo, a la propia dinámica del sujeto, a través de la constatación de aquellos datos que se me muestran en la experiencia que poseo de mí mismo”. (Ibídem, p. 189). O, como lo plantea el propio De Biran, “existe detrás de este hombre exterior, tal como lo considera y elabora la filosofía lógica, moral y fisiológica, un hombre interior, que es sujeto aparte, accesible a su propia percepción e intuición, portador de luz propia, que se oscurece, lejos de avivarse, con los rayos venidos del exterior”. (Citado en Ídem. La cita proviene de sus Diarios).
Otra característica muy original de la reflexión de Maine de Biran es su reivindicación del Yo frente a las concepciones abstractas de “ser humano”. Sobre esto, explica Morera de Guijarro:
“Mientras el concepto abstracto de hombre nos da una serie de características generales, aplicables con cierta facilidad, el concepto de yo nos individualiza, siendo el sentido íntimo esa posibilidad o capacidad de autocaptación y siendo la reflexión la actualización de dicha posibilidad a lo largo de la vida” (ibídem, p. 190). Es así como el pensador francés busca, por un lado, una perspectiva mucho más concreta y enriquecida del ser humano, pero también, y no menos importante, una superación del dualismo razón-sentimiento. Maine sostiene que la racionalidad tiene lo “irracional” a su base: “La abstracción aparentemente más alejada tiene a la base el instinto. La verdad objetiva, los axiomas científicos, la lógica más depurada, tiene su resorte en ese mundo interior que nos peculiariza, nos individualiza, a la vez que nos pone en conjunción con los otros yo” [ídem].
Finalmente, resulta importante la perspectiva que tiene Maine de Biran acerca de la conciencia. Ésta se encuentra en una relación particular con el cuerpo. El cuerpo es la condición de posibilidad del yo, pero éste encuentra en el cuerpo un ámbito de resistencia. Esto no es un desprecio al cuerpo, puesto que para Maine de Biran, es gracias al cuerpo que el yo se empapa del mundo: “el cuerpo es un auténtico orientador de la vida humana en tanto se manifiestan en él inclinaciones afectivas e instintivas con las que el yo impregna, sin saberlo siquiera, el mundo circundante, e incluso nos hace sentirnos, sin motivo alguno, alegres, tristes o irritados”. (Ibídem, p. 193).
 La conciencia es el conocimiento del yo. Ello lo diferencia del animal, identificado pasivamente con la naturaleza, con la exterioridad. El yo humano tiene interioridad, “un ámbito de inflexión” que le hace “capaz de objetualizar y de hacerse cuestión de sí mismo, de distanciarse de la ‘exterioridad’, de lo estrictamente natural” (ídem).
c)      Boutroux y su idea de contingencia
Otra problemática relevante para el pensamiento bergsoniano es la polémica del también espiritualista Émile Boutroux (1845-1921) contra el positivismo, corriente a la que contrapondrá su planteamiento de la contingencia en los procesos naturales.
Esta postura constituye una reacción al causalismo mecanicista propio del positivismo. Para éste, las leyes naturales se expresan como relaciones universales de causa y efecto, sin excepciones posibles. Para el positivismo, las leyes de la naturaleza son leyes necesarias y universales. Boutroux plantea que en los ámbitos de la investigación científica, la materia y los cuerpos, el organismo y el ser humano, hay una riqueza de aspectos “que no se dejan  reducir a una uniformidad de tipos y a una universidad mecánica” (Abbagnano, op. cit., p. 209).
“El principio de causalidad, con el que se suele expresar la necesidad —‘Todo lo que sucede es un efecto proporcionado a la causa’—, supondría una uniformidad entre el efecto y la causa, uniformidad que excluiría en el efecto cualquier variación, cualquier nacimiento de nuevos caracteres. Pero esto no se verifica. El efecto tiene siempre algo nuevo, algo que es irreductible a su causa. El principio de causalidad no se encuentra, pues, verificado nunca rigurosamente. La realidad tiene un margen de contingencia que no puede ser destruido y que puede tener efectos decisivos. ‘El gran que cae del pico de un pájaro sobre una montaña cubierta de nieve puede producir un alud que llene los valles” (Ibídem).
La realidad se caracteriza por la contingencia, característica que comparte la vida humana. En la vida humana, la voluntad es lo más decisivo.