miércoles, 26 de mayo de 2010

El positivismo en América Latina
 Caricatura del personaje
Caricatura de Miguel Covarrubias de Porfirio Díaz
El positivismo tiene su época de auge en América Latina en la época republicana, a fines del siglo XIX. En muchos casos, es el pensamiento de los sectores intelectuales vinculados a las élites dominantes. El positivismo en Latinoamérica tiene una variedad de lecturas, que conducen a rumbos distintos. Desde una justificación del racismo hasta la justificación del socialismo.
En buena medida, el positivismo latinoamericano es una mezcla del cientificismo comteano con el evolucionismo de Spencer. Su fortuna radica en su promesa de desarrollo de las sociedades, guiado por un gobierno científico, que muchas veces tiene la figura de una “tiranía honrada”.

  1. Contexto histórico
El positivismo latinoamericano surge en una época de transición política, inmediatamente posterior a la época de las guerras de independencia. Está presente el enfrentamiento entre conservadores y liberales y también el problema de las relaciones entre las élites criollas y las etnias indígenas, a las cuales las primeras ven como un obstáculo para sus proyectos políticos, económicos y sociales. Los positivismos sirven para apoyar dictaduras ilustradas como para apoyar las reformas liberales, e incluso para ambos fines, tan variada es la recepción del positivismo en nuestros países.
Pese a ser repúblicas independientes, los países latinoamericanos aún no han logrado desprenderse de la cultura colonial y en particular, del lastre del pensamiento escolástico, muy arraigado en los centros educativos. De ahí que para muchos positivistas, como Sarmiento, sea vital la reforma del sistema educativo como pilar de la reforma sociopolítica requerida.
No hay, como dijimos, un movimiento homogéneo de carácter positivista. Francisco Larroyo (Beorlegui 2006: 266) apunta que al positivismo latinoamericano lo conforman influencias que van “desde el positivismo de Comte al psicologismo de Mill, y de éste al evolucionismo de Spencer, sin contar con los elementos materialistas de la doctrina de Litré y la del medio de Taine; todos ciertamente positivistas, hay en ellos, precisa repetirlo, importantes diferencias que se traslucen en la recepción y desarrollo de la corriente en América”.

  1. El positivismo y la república brasileña

En muchos países, el positivismo significó una ideología que propulsó la modernización política de sus sociedades. Un caso importante es el de Brasil. Los intelectuales positivistas brasileños de la década de 1850 en adelante, como Luis Pereira Barreto, consideraban la época posterior a la independencia como el principio del estadio positivo en el Brasil. Miguel Lemos y Teixeira Mendes, que conocieron el positivismo comteano en Brasil, constituyeron la Iglesia Positivista Brasileña, de la que se derivó el Apostolado Positivista Brasileño. (Horvath y Szabó 2005: 17). El Apostolado contó con una gran influencia política e impulsó reformas para que la monarquía brasileña aboliese la esclavitud y se modernizara políticamente, en una concepción evolucionista del desarrollo histórico.
Fue el Apostolado el que incorporó a la bandera brasileña el lema Ordem e Progresso. Promovieron un golpe de estado que en 1899 derrocó a la monarquía e instauró la república. Con el nombre de Orden y progreso en nombre de la humanidad, la patria y la familia, impulsaron en 1890 reformas constitucionales que instituyeron la república federal. Pero fueron reformas dadas desde arriba, desde la figura del gobernante, sin mayor participación de otros sectores.  (Horvath y Szabó 2005: 23-24).

  1. Positivismo y liberalismo
Es importante el aporte del positivista chileno Valentín Letelier (1852-1919), quien se desmarca de los positivistas comteanos y se aproxima al liberalismo. En las disputas políticas entre el presidente José Manuel Balmaceda y el congreso, algunos positivistas como Lagarrigue, apoyaron al gobernante defendiendo la idea de una dictadura republicana, y favoreciendo la abolición del congreso.
Letelier tomó una postura crítica a este respecto y reformuló el positivismo incorporándole su preocupación por las libertades individuales. La represión ejercida por parte de los gobiernos es, a su juicio, síntoma del desconocimiento por parte de los gobernantes de las leyes que rigen las sociedades. El conocimiento científico permitiría que los gobernantes comprendan las causas de los problemas sociales, puesto que las acciones no se deben a la voluntad individual por entero, sino a la sociedad. “Una ciencia que conozca las leyes de los acontecimientos históricos podrá suprimir las huelgas continuas, acabar con el peligro del comunismo y cualquier otro tipo de crisis social (Beorlegui: 283).
En Perú, el positivismo toma un papel activo en las reformas liberales. Manuel González Prada (1848-1918) demanda la ruptura con el pasado colonial, lo que a su juicio explica la derrota con Chile en 1888. Los elementos del desastre fueron “nuestra ignorancia y nuestro espíritu de servidumbre” (Beorlegui 2006: 284). La solución es abrazar la ciencia positiva para “demoler el pasado, todo rastro de la herencia española como origen y raíz de todos los males y estorbo para la modernización y el progreso del país” (Ibídem).
Se desmarca de los dogmas del positivismo de Comte y centra sus ataques en el catolicismo. Al contrario que positivistas de otros países, González Prada planteaba que era necesario incluir a las poblaciones indígenas en la modernización de las sociedades. Lejos de afirmar, como Sarmiento, o como los positivistas bolivianos, que los indígenas eran una raza inferior, González Prada afirma que a los indígenas hay que predicarles orgullo y rebeldía y que no existen ni razas superiores ni inferiores, sólo personas buenas y malas. Los indígenas deberán tomar un papel protagónico en su propia liberación.
Un positivista posterior, Manuel Vicente Villarán, se muestra proclive a la reforma del sistema educativo, en función de “producir hombres prácticos, industriosos y enérgicos, porque ellos son los que necesita la patria para hacerse rica y lo mismo fuerte”, superando la herencia española e imitando a los Estados Unidos, cosa muy común entre los intelectuales de su época. Villarán rechaza el racismo contra los indígenas y lejos de considerarlos un factor de atraso, lucha por leyes que apoyen su alfabetización y la defensa de su derecho al voto. Por su parte, Mariano Cornejo, es un tenaz opositor a las dictaduras, a las que considera un crimen contra la humanidad.

  1. Positivismo y racismo
Los positivistas bolivianos se apropian del positivismo evolucionista de Spencer y lo leen en clave racista. Achacan la crisis del país al atraso causado por la mezcla de razas, práctica condenable a su juicio, porque los indios eran una raza inferior y que debía desaparecer. “Es una amputación que duele, pero que cura la gangrena y salva de la muerte”, como escribió Nicomedes Antelo. “El indio no sirve para nada. Pero eso sí, representa en Bolivia una fuerza viviente, una masa de resistencia pasiva, una duración concreta en las vísceras del organismo social”. La fórmula del progreso es similar a la de Sarmiento: inmigración e industrialización.
El triunfo del Partido Liberal en 1899, permite a los positivistas poner en marcha sus propuestas. Se seculariza la educación y se importan maestros belgas para que dirijan la escuela normal.
En la misma línea de análisis racista, Alcides Arguedas publica su libro Pueblo enfermo.
El positivismo boliviano es tributario del primer positivismo argentino, el de Sarmiento, fundador de la llamada Escuela de Paraná (1870). Para los intelectuales de la generación de Sarmiento, había que superar los problemas de la dictadura de Rosas, mediante un orden que respetara los derechos individuales. De ahí la necesidad de una reforma educativa. Según Beorlegui, los positivistas argentinos retoman a Comte sin sus ideas de religión de la humanidad y para respaldar sus propios planteamientos favorables a las libertades individuales. Toman de Comte, eso sí, la idea de la educación científica. Por ello, muchos de estos positivistas son pedagogos, como el italiano Pedro Scalabrini, iniciador de la Escuela, pero también su sucesor, Alfredo Ferreira, impulsor de escuelas en las provincias del interior argentino, concebidas desde una perspectiva positivista, que incorporara la observación de la realidad y el método experimental.
El positivismo de Sarmiento parte de la dicotomía Civilización versus Barbarie.

  1. Un caso especial: El positivismo en México
En México, el positivismo pasa por dos momentos: El primero, que instaura la república, de la mano de Benito Juárez y del filósofo Gabino Barreda; y el segundo, el de la época del porfiriato.
Para Gabino Barreda, en su célebre Oración cívica, pronunciada en Guanajuato en 1867, la historia mexicana cumplía la ley de los tres estadios de Comte. Las ideas de Barreda son llevadas a cabo por el Partido Liberal, el partido del progreso, que destrona a Maximiliano de Austria. Benito Juárez, dirigente liberal, llama a Barreda para completar la “revolución” conquistada con las armas con una “revolución mental”, es decir, con un cambio en la cultura mexicana: secularización de la sociedad y reforma educativa.
El segundo momento del positivismo se centra en aquellos autores que apoyarán el ascenso al poder de Porfirio Díaz, justificando una “tiranía honrada”, que sacrificaría las libertades en favor de la evolución política y el orden social. Justo Sierra y otros intelectuales, conocidos como los “científicos” serán los que respalden la “tiranía honrada”. Se autodefinen como “conservadores, pero conservadores-liberales: Nuestra meta es la libertad, pero nuestros métodos son conservadores. Se llaman conservadores porque son opuestos a los métodos revolucionarios para alcanzar la libertad. Esta, dicen, se alcanza por el camino de la evolución, no por el de la revolución” (Beorlegui 2006: 316).

Esta segunda generación de positivistas se distancia del liberal-positivismo de la primera, pues a su juicio, el liberalismo fracasó, dado que el pueblo no estaba preparado, según ellos, para ejercer la libertad. Justo Sierra propugna la creación de un “gran partido conservador”, que tuviera como meta instaurar el Orden. Lo resume Francisco G. Cosmes: “¡Derechos! La sociedad los rechaza ya: lo que quiere es pan. En lugar de esas constituciones llenas de ideas sublimes, prefiere paz a cuyo abrigo poder trabajar tranquilo. ¡Menos derechos y menos libertades, a cambio de mayor orden y paz! ¡No más utopías! No está distante el día que la nación diga: Quiero orden y paz aun a costa de mi independencia”. (Beorlegui 2006: 317).
Se suprimen las libertades políticas, pero se robustecen las libertades de comercio, mediante la supresión de aduanas, por ejemplo. El resultado fue la prolongada dictadura de Porfirio Díaz, que se reeligió en el cargo de presidente de la república entre 1876 y 1911, interrumpido solamente por el período de Manuel González (1880-1884), allegado suyo.

  1. Decadencia del positivismo
El positivismo decae en Latinoamérica por varias causas. Beorlegui enumera cuatro. En primer lugar, las promesas de desarrollo que levantó jamás se cumplieron en la práctica. Segundo, el positivismo fue superado en Francia. Tercero, el conflicto entre el comitismo y la libertad social. Y finalmente, la aparición de teorías filosóficas que ponían en cuestión el cientificismo del positivismo. Por ejemplo, teorías como las de Dilthey, Bergson, Croce, Nietzsche y Schopenhauer. Una nueva generación de filósofos, con otras inquietudes, tomaba el relevo: Antonio Caso y José Vasconcelos, en México; Korn, Alberini y Romero, en la Argentina.


Bibliografía
Beorlegui, Carlos 2006. Historia del pensamiento filosófico hispanoamericano. Deusto: Universidad de Deusto.
Horvath, Gyula y Szabó, Sara 2005: El positivismo en Brasil y México: Un estudio comparativo. Tzintzun, Revista de Estudios Históricos, Morelia: 9-32. Disponible en: http://redalyc.uaemex.mx/src/inicio/ArtPdfRed.jsp?iCve=89804202

lunes, 12 de abril de 2010

Más sobre la Fenomenología del espíritu

  Lo que se requiere para el estudio filosófico
    El pensamiento especulativo
La disciplina filosófica entraña emprender “el esfuerzo del concepto” (Hegel: 39), esto es, “la concentración de la atención en el concepto en cuanto tal, en sus determinaciones simples, por ejemplo en el ser en sí, en el ser para sí, en la igualdad consigo mismo, etc., pues ésas son automovimientos puros a los que podría darse el nombre de almas, si su concepto no designase algo superior a esto”. (Ibídem)
El hábito del pensamiento especulativo es “el razonar, es la libertad acerca del contenido, la vanidad en torno a él”, es decir, la independencia de la razón con respecto a las cosas. Si se quiere profundizar en el conocimiento de las cosas, la razón debe esforzarse “por abandonar esta libertad” especulativa “y que , en vez de ser el principio arbitrariamente motor del contenido, hunda en él esta libertad, deje que el contenido se mueva con arreglo a su propia naturaleza, es decir, con arreglo al sí mismo, como lo suyo del contenido, imitándose a considerar este movimiento.
Ahora bien: Hegel no quiere prescindir del pensamiento especulativo. Propone una superación dialéctica del mismo, donde éste supere la “reflexión en el yo vacío, la vanidad de su saber” (Hegel: 40), dando cuenta del movimiento y el contenido de las cosas. Esta es el desarrollo del pensamiento conceptual, en el cual “el concepto es el propio sí mismo del objeto, representado como su devenir, y en este sentido no es un sujeto quieto y que recobra en sí mismo sus determinaciones” (Ibíd.) El pensamiento conceptual que propone Hegel no es, de ningún modo, estático ni incurre en la vanidad de ignorar las determinaciones del objeto. Esto ocurre porque el pensamiento conceptual se supera y da paso al pensamiento razonador.
El pensamiento conceptual sufre transformaciones en las cuales el sujeto y el objeto cambian alternativamente de lugar: “En este movimiento desaparece aquel mismo sujeto en reposo; pasa a formar parte de las diferencias y del contenido y constituye más bien la determinabilidad, es decir, el contenido diferenciado como el movimiento del mismo, en vez de permanecer frente a él. El terreno firme que el razonar encontraba en el sujeto en reposo vacila, por tanto, y sólo este movimiento mismo se convierte en el objeto. El sujeto que cumple su contenido deja de ir más allá de éste y no puede tener, además, otros predicados y accidentes”. (Hegel: 40)
En virtud de este movimiento, la situación del pensamiento como representación cambia sustancialmente.  El pensamiento representa la realidad a partir de la relación entre sujeto y predicado, donde el predicado dota de contenidos al sujeto que, por sí solo, sería tan sólo algo carente de sentido. “El contenido no es ya, en realidad, predicado del sujeto, sino que es la sustancia, la esencia y el concepto de aquello de que se habla. El pensamiento como representación, puesto que tiene por naturaleza el seguir su curso en los accidentes o predicados y el ir más allá de ellos con razón ya que sólo se trata de predicados y accidentes, se ve entorpecido en su marcha cuando lo que en la proposición representa la forma de predicado es la sustancia misma. Sufre, para representárnoslo así, un contragolpe. Partiendo del sujeto, como si éste siguiese siendo el fundamento, se encuentra, en tanto que el predicado es más bien la sustancia, con que el sujeto ha pasado a ser predicado, y es por ello superado así; y de este modo, al devenir lo que parecer ser predicado en la masa total e independiente, el pensamiento no puede ya vagar libremente sino que se ve retenido por esta gravitación”. (Hegel: 41)
Dicho de otra manera, en el movimiento conceptual, existe un desplazamiento. Una proposición con sujeto y predicado comienza priorizando al sujeto, pero termina dándole importancia al predicado. 
El conocimiento conceptual
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Al contrario que en el conocimiento matemático, las determinaciones son esenciales para la filosofía. “La filosofía, por el contrario, no considera la determinación no esencial, sino en cuanto es esencial; su elemento y su contenido no son lo abstracto o irreal, sino lo real, lo que se pone a sí mismo y vive en sí, el ser allí en su concepto.” (Hegel: 31-32). La verdad filosófica se entiende como un proceso, como un movimiento compuesto por diferentes momentos.
Lo verdadero es la totalidad, que integra a su seno lo “falso”, lo negativo y lo parcial. “La manifestación es el nacer y el perecer, que por sí mismo no nace ni perece, sino que es en sí y constituye la realidad y el movimiento de la vida de la verdad: Lo verdadero es, de este modo, el delirio báquico, en el que ningún miembro escapa a la embriaguez, y como cada miembro, al disociarse, se disuelve inmediatamente por ello mismo, este delirio es, al mismo tiempo, la quietud translúcida y simple. Ante el foro de este movimiento no prevalecen las formas singulares del espíritu ni los pensamientos determinados pero son tanto momentos positivos y necesarios como momentos negativos y llamados a desaparecer. Dentro del todo del movimiento, aprehendido como quietud, lo que en él se diferencia y se da un ser allí particular se preserva como algo que se recuerda y cuyo ser allí es el saber de sí mismo, lo mismo que éste es ser allí inmediato” (Hegel: 32).
El método filosófico, para Hegel, “no es, en efecto, sino la estructura del todo, presentada en su esencialidad pura” (Ibídem). 

Más sobre la Fenomenología del espíritu

El conocimiento histórico y el matemático

Cartoon: Georg Wilhelm Friedrich Hegel (medium) by Weltasche tagged philosophie,schopenhauer,dialektik
Cada disciplina del conocimiento tiene su forma de llegar a la verdad. Ningún conocimiento puede ser suficiente si no conoce el interior de su objeto de estudio, esto es, de sus fundamentos. No es suficiente decir que se conocen determinadas verdades históricas si detrás de ello no hay un trabajo de investigación de los fundamentos de dichas verdades, como tampoco resulta suficiente, en el terreno de las verdades matemáticas, conocer teoremas sin saber cómo se demuestran dichos teoremas. A pesar de lo que dice el acápite, Hegel le dedica al conocimiento histórico el párrafo inicial del apartado. Las verdades matemáticas son objeto de una reflexión mucho más amplia.
En el conocimiento histórico y en el matemático se exige un rigor intelectual para llegar a una verdad. La verdad matemática es una verdad exterior a la cosa que representa (Hegel: 29).  Esto quiere decir que la matemática se circunscribe a operar en representaciones abstractas, puesto que “en el conocimiento matemático la intelección es exterior a la cosa, de donde se sigue que con ello se altera la cosa verdadera” (Ibíd.).
Las verdades matemáticas son verdades apodícticas, esto es, verdades demostrables y necesarias. Con esto se cree haber llegado a algún tipo supremo de conocimiento. Sin embargo, para Hegel este tipo de verdad es defectuoso: “La evidencia de este defectuoso conocimiento de que tanto se enorgullece la matemática y del que se jacta en contra de la filosofía, se basa exclusivamente en la pobreza de su fin y en el carácter defectuoso de su materia, siendo por tanto de un tipo que la filosofía debe desdeñar. Su fin o su concepto es la magnitud. Es precisamente la relación inesencial, aconceptual. Aquí el movimiento del saber opera en la superficie, no afecta a la cosa misma, no afecta a la esencia o al concepto y no es, por ello mismo, un concebir. La materia acerca de la cual ofrece la matemática un tesoro grato de verdades es el espacio y lo uno. El espacio es el ser allí en lo que el concepto inscribe sus diferencias como un elemento vacío y muerto y en el que dichas diferencias son, por tanto, igualmente inmóviles e inertes”. (Ibíd.) Al conocimiento aparentemente perfecto de la matemática le hacen falta las determinaciones. Su perfección aparente es tan sólo pobreza de contenidos.

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Lo negativo y lo falso

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Este movimiento de la intelección es el contacto de la conciencia con lo que la filosofía antigua ha designado como “el vacío” o lo que podría entenderse como “lo negativo”.  Se podría entender esta negatividad o este vacío como carencia. El enfoque es limitado por cuanto se entiende el término negativo “sin captar todavía lo negativo en sí mismo”. (Ibíd.) El “sí mismo” de lo negativo es su relación con el yo y la sustancia que a la que niega. Lo negativo está en el proceso de conocimiento, “en la desigualdad del yo con respecto al objeto” pero también en las contradicciones internas: “es también y en la misma medida la desigualdad de la sustancia con respecto a sí misma”.
El conocimiento radical de la filosofía es el resultado de las mediaciones: “El ser es absolutamente mediado —es contenido sustancial, que de un modo no menos inmediato es patrimonio del yo, es sí mismo o el concepto”. Ello implica que el conocimiento no es in-mediato: la conciencia necesariamente debe verterse en las mediaciones del objeto para poder conocerlo, pero también para poder conocerse.
Se podría pensar que lo negativo es lo falso. Si la ciencia pretende ser conocimiento de lo verdadero, podría plantearse, debe desechar lo que niega las cosas como lo falso. Este ideal de conocimiento sin contradicciones es el conocimiento matemático, “que el saber afilosófico se representa como el ideal que debiera proponerse alcanzar la filosofía, pero que hasta ahora ha sido una vana aspiración” (Hegel: 27). Esto va contra la concepción del conocimiento como la conquista de la verdad entendida como esencia inmóvil. “Lo verdadadero y lo falso figuran entre esos pensamientos determinados, que, inmóviles, se consideran como esencias propias, situadas una de cada lado, sin relación alguna entre sí, fijas y aisladas la una de la otra” (Ibíd.). Este es el problema de todo dualismo: ver las contradicciones como términos inamovibles entre las cuales debe escogerse una y excluir la otra.
“Por el contrario —aclara el filósofo—, debe afirmarse que la verdad no es una moneda acuñada, que pueda entregarse y recibirse sin más, tal y como es. No hay lo falso como no hay lo malo. Lo malo y lo falso no son, indudablemente, tan malignos como el diablo, y hasta se les llega a convertir en sujetos particulares como a éste; como lo falso y lo malo, son solamente universales, pero tienen su propia esencialidad el uno con respecto al otro”. (Ibíd.)  Es decir, lo falso siempre está en relación a lo verdadero.
En rigor, ¿qué es lo falso? “Lo falso (pues aquí se trata solamente de esto) sería lo otro, lo negativo de la sustancia, que en cuanto contenido del saber es lo verdadero. Pero la sustancia es ella misma esencialmente lo negativo, en parte como diferenciación y determinación del contenido y en parte como una simple diferenciación, es decir, como sí mismo y como saber en general” (Ibíd.).  En lo que respecta al contenido del saber, lo verdadero afirmaría la sustancia; lo falso la negaría. Pero lo negativo no es solamente falsedad. Lo negativo también posibilita definir el contenido de un objeto en relación con otros objetos. De esta forma, lo negativo serviría para afirmar dicho contenido. Es la relación entre el ser y el no-ser. La definición de un ser se da en virtud de lo que no es. Somos quien somos en relación con los otros que no somos.
Esto no descarta la posibilidad de un conocimiento falso. La falsedad en el conocimiento es la desigualdad del “saber con su sustancia”.  Ahora bien: llegar a la verdad no es eliminar toda desigualdad, “a la manera como se limpia la escoria del metal puro, ni tampoco a la manera como se deja a un lado la herramienta después de modelar la vasija ya terminada”. (Íbíd.) Por el contrario, si se llega a una verdad sobre algo, esto no constituye la culminación del conocimiento, sino parte de un proceso de conocimiento. “La desigualdad sigue presente de un modo inmediato en lo verdadero como tal, como lo negativo, como el sí mismo. Sin embargo, no puede afirmarse, por ello que lo falso sea un momento o incluso parte integrante de lo verdadero. Cuando se dice que en lo falso hay algo verdadero, en este enunciado son ambos como el aceite y el agua, que no pueden mezclarse y que se unen de un modo puramente externo.” (Ibíd.)
Hegel concluye definiendo el dogmatismo como la concepción según la cual la verdad es un elemento fijo y cuyo conocimiento no necesita de las mediaciones. Dice: “El dogmatismo, como modo de pensar en el saber y en el estudio de la filosofía, no es otra cosa que creer que lo verdadero consiste en una proposición que es un resultado fijo o que es sabida de un modo inmediato. A preguntas tales como cuándo nació Julio César, cuántas toesas tiene un estadio, etc., hay que dar una respuesta neta, del mismo modo que es una verdad determinada el que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los otros dos lados del triángulo rectángulo. Pero la naturaleza de esta llamada verdad difiere de la naturaleza de las verdades filosóficas” (Hegel: 28).

miércoles, 17 de marzo de 2010

Sobre la Fenomenología del espíritu de Hegel

 Del prólogo de la Fenomenología del espíritu

El conocimiento filosófico
Conocimiento de la conciencia y enajenación
El conocimiento es una relación de contrarios, que “encierra los dos momentos, el del saber y el de la objetividad negativa con respecto al saber” (Hegel: 25). La ciencia de la conciencia es la experiencia, pues “la conciencia sólo sabe y concibe lo que se halla en su experiencia, pues lo que se halla en ésta es sólo la sustancia espiritual, y cabalmente en cuanto objeto de sí mismo” (Ídem). Esto puede interpretarse como la constatación de que el conocimiento primario es el de la conciencia (conocimiento de la propia experiencia). En la conciencia hay un movimiento hacia el exterior que permite conocerse a sí misma (la conciencia “en cuanto objeto” de dicho conocimiento).
Por tanto, estamos aquí ante una enajenación de la propia conciencia: “Y lo que se llama experiencia es cabalmente este movimiento en el que lo inmediato, lo no experimentado, es decir, lo abstracto, ya pertenece al ser sensible o a lo simple solamente pensado, se extraña, para luego retornar a sí desde este extrañamiento, y es solamente así como es expuesto en su realidad y en su verdad, en cuanto patrimonio de la conciencia” (Hegel: 26).
La alienación que aquí se plantea no tiene las mismas características que toma en Marx. En Hegel se trata de un movimiento de la conciencia, que debe salir del conocimiento de su propia experiencia para apropiarse de “lo no experimentado, es decir, lo abstracto”. El extrañamiento de la conciencia permite, en un movimiento de retorno desde lo ajeno, aumentar el conocimiento de la propia experiencia.

lunes, 15 de marzo de 2010

Comentarios sobre la Fenomenología del Espíritu de Hegel

La Fenomenología del espíritu
 
La Fenomenología fue publicada en 1807. Los especialistas convienen en que se trata de “la obra más importante de Hegel” (Palmier: 36). Se puede entender como el desarrollo del conocimiento del saber absoluto “en tanto que existe en la consciencia” (Palmier: 37). La obra aborda el despliegue histórico de la conciencia hasta el saber absoluto. Su estructura es triádica:
  1. Conciencia
  2. Autoconciencia
  3. AA. Razón
BB. Espíritu
CC. La religión
DD. El saber absoluto
El recorrido de A. hacia C.AA. abarca el Espiritu subjetivo; BB. Es el Espíritu objetivo y CC y DD son el Espíritu absoluto: Arte, religión y filosofía.

 La introducción
Conocimiento no es lo mismo que impasibilidad
La introducción “Las tareas científicas del presente” fue escrita con posterioridad al cuerpo de la Fenomenología. De alguna manera, Hegel expone aquí el plan general de la obra: la historia del despliegue del Espíritu absoluto. Hegel plantea como punto de partida una conciencia que se basta a sí misma, en la pura contemplación de las cosas:
“Hubo un tiempo en que el hombre tenía un cielo dotado de una riqueza pletórica de pensamientos e imágenes. El sentido de cuanto es radicaba en el hilo de luz que lo unía al cielo; entonces, en vez de permanecer en este presente, la mirada se deslizaba hacia un más allá, hacia la esencia divina, hacia una presencia situada en lo ultraterrenal, si así vale decirlo.” (Hegel: 11)
Esta contemplación desinteresada del Absoluto es insuficiente por estar desvinculada de lo terrenal:
“Para dirigirse sobre lo terrenal y mantenerse en ello, el ojo del espíritu tenía que ser coaccionado; y hubo de pasar mucho tiempo para que aquella claridad que sólo poesía lo supraterrenal acabara por penetrar en la oscuridad y el extravío en que se escondía el sentido del más acá, tornando interesante y valiosa la atención al presente como tal, a la que se daba el nombre de experiencia” (Ibíd.)
Hegel es de la opinión de que en el momento en que está escribiendo su obra, se está ante la situación inversa: el interés por lo empírico vuelve urgente violentar nuevamente el pensamiento para poder elevarlo de la pobreza de la inmediatez hacia la búsqueda del Absoluto. El conocimiento implica, pues, una “coacción” de la forma en que se tiene de “ver” la realidad. El filosofar es, por tanto, una búsqueda del Absoluto pero a través de las cosas concretas. No se debe confundir esta necesidad de dar cuenta del Espíritu Absoluto con la búsqueda de una verdad estática o de un cuerpo de conceptos “generales” imperturbables ante lo cambiante, lo diverso:
“Quien busque solamente edificación, quien quiera ver envuelto en lo nebuloso la terrenal diversidad de su ser allí y del pensamiento y anhele el indeterminado goce de esta indeterminada divinidad, que vea dónde encuentra eso; no le será difícil descubrir los medios para exaltarse y gloriarse de ello. Pero la filosofía debe guardarse de pretender ser edificante” (Ibíd.)
Un saber riguroso no se conforma con conceptos vacíos. La profundidad de un concepto radica en su capacidad de hacerse “carne” en las determinaciones. Así, para el filósofo alemán, el conocimiento científico y filosófico distan de ser “sobrios”, esto es, impasibles ante los fenómenos reales, ante los casos concretos. “Y esa sobriedad que renuncia a la ciencia menos aún puede tener la pretensión de que semejante entusiasta nebulosidad se halle por encima de la ciencia. Estas profecías creen permanecer en el centro mismo y en lo más profundo, miran con desprecio a la determinabilidad (el horos) y se mantienen deliberadamente alejadas del concepto y de la necesidad, así como de la reflexión, que sólo mora en la finitud” (Ibíd.)
Estas palabras se pueden interpretar como una crítica a la comprensión deficiente de algunos conceptos y problemáticas filosóficas. La crítica empirista descarta, por pretender que es superflua, la categoría de sustancia y las discusiones metafísicas. Podríamos considerar que aquí hay algo de razón. Cuando las categorías metafísicas no nos sirven para dar cuenta de la realidad, resultan vacías. Pero no son las categorías metafísicas las que no sirven de nada, sino el enfoque, que divorcia a la metafísica de la realidad concreta. Así, un concepto de valor universal puede pasar por la “tabla rasa” si no desciende a la realidad, si no pasa por el “calvario” de las determinaciones de lo real.
Por consiguiente, no es que el problema de la esencia no tenga validez. Es la carencia de un método adecuado, en el que la esencia esté relacionado con la totalidad (lo universal, lo particular, lo individual), lo que le da profundidad a tal categoría metafísica. Un saber meramente abstracto puede crear la ilusión de estar en posesión de alguna verdad importante, que no se contamina con la realidad, pero en realidad, sólo se está en posesión de un vacío: “Pero así como hay una anchura vacía, hay también una profundidad vacía; hay como una extensión de la sustancia que se derrama en una variedad finita, sin fuerza para mantenerla en cohesión, y hay también una intensidad carente de contenido que, como mera fuerza sin extensión, es lo mismo que la superficialidad” (Ibíd.)
El saber debe atreverse a ponerse en marcha. Puede extraviarse en el camino, pero es la única forma de ampliarse: “La fuerza del espíritu es siempre tan grande como su exteriorización, su profundidad solamente tan profunda como la medida en que el espíritu, en su interpretación, se atreve a desplegarse y perderse” (Ibíd.)

lunes, 1 de marzo de 2010


"El viaje del espíritu"


MARÍA LUISA BLANCO

He visto al espíritu montado a caballo". La frase forma parte de la leyenda romántica que rodea la Fenomenología del espíritu, de Georg Friedrich Wilhelm Hegel, y fue escrita por su autor el 14 de octubre de 1806. El día anterior había tenido lugar la Batalla de Jena, ciudad en cuya universidad el pensador impartía clases de Historia de la Filosofía y dónde Napoleón alcanzó una de sus vibrantes victorias. Ese mismo día que el emperador ponía fin a la hegemonía del Sacro Imperio Germánico, Hegel ponía el punto final a Fenomenología del espíritu, su primer libro fundamental, y la obra que supuso un antes y un después en la historia de la filosofía occidental.
La primera edición del libro tuvo lugar en Alemania un año después. Su autor había nacido en Stuttgart en 1770, el mismo año que Hölderlin y Beethoven. Sus primeros estudios los realizó en Tubinga, donde coincidió con el filósofo Schelling y el propio Hölderlin y los tres sellaron una amistad que duraría buena parte de sus vidas. Esta alianza fue importante para Hegel porque, sobre todo en sus primeros escritos, estuvo muy influido por la filosofía de Schelling, el más precoz de los tres, y la pasión por los clásicos griegos y latinos (aprendió latín con 5 años), fue lo que le unió al poeta. La devoción por la cultura clásica, patente en toda la obra de Hölderlin lo es también en la obra de referencia de Hegel, Fenomenología del espíritu.
Hegel pertenecía a una familia de comerciantes y fue pobre toda su vida. Este hombre de extraordinaria inteligencia y uno de los grandes genios de la filosofía universal hubo de pasar sus primeros años al servicio de diferentes familias como preceptor. Tenía una importante formación teológica y la religión ocupó al principio buena parte de sus especulaciones filósoficas. Su primer libro, correspondiente a la etapa llamada del "joven Hegel", fue La vida de Jesús, pero el filósofo pronto se rebeló frente al dogma religioso. La toma de La Bastilla tuvo lugar cuando él tenía 19 años, casi al mismo tiempo en que obtenía su licenciatura en filosofía, y el vigor y entusiasmo que acompañaron las ideas de la Revolución Francesa influyeron y alimentaron al filósofo que adoptó a la diosa Razón en detrimento del Dios de la religión.
Inmerso en la corriente de la Ilustración, lector de Goethe, de los hermanos Schlegel, protagonistas de la rebelión romántica, del poeta Novalis, de Schiller, de la gran literatura alemana en suma, el filósofo adoptó la razón como protagonista de su filosofía, pero su propuesta no es la de un pensamiento abstracto. "Todos somos hijos de nuestro tiempo", afirma, o "la filosofía es su propia época captada en el pensamiento". En ambos enunciados, orientados a su objetivo fundamental que era "pensar la vida", encontramos el sustrato de la Fenomenología del espíritu. El pensamiento no es nada si no está informado por la pasión y por la propia experiencia del hombre, y la vida, nuestra vida, es el lugar en el que la naturaleza, la historia y el pensamiento forman un todo. Así, lo que en el plano del pensamiento se saldará en su síntesis final con la llamativa figura del "saber absoluto", en el plano de la realidad queda encarnado en la figura de Napoleón, alguien que, en opinión del filósofo, ha superado todas las contradicciones y que ha realizado esa reconciliación final en la tierra. De ahí la frase pronunciada por el filósofo que identifica al emperador, con el espíritu montado a caballo.
Se puede decir que la Fenomenología del espíritu es el libro que inaugura el pensamiento moderno, pero a pesar de su importancia como obra clave de la filosofía mundial, el lector español no contó con una traducción completa hasta la realizada en 1966 por Wenceslao Roces para el Fondo de Cultura Económica. En 1935, el filósofo español Xavier Zubiri había traducido el prólogo, la introducción y el capítulo final sobre el "saber absoluto" para la Revista de Occidente. Hay que celebrar por tanto como un importante acontecimiento editorial, la nueva traducción realizada por el profesor de filosofía Manuel Jiménez Redondo, que acaba de publicar la editorial Pre-Textos.
La Fenomenología del espíritu es un relato que cuenta la experiencia de la conciencia. "La ciencia de la experiencia de la conciencia", lo tituló en un principio su autor. Hay quienes han calificado el libro de epopeya y quienes lo han equiparado al Fausto de Goethe, o a la figura del Quijote, por las diferentes etapas del viaje que va superando la conciencia. La obra está escrita con una enorme tensión filosófica y en ella está encerrado todo el pensamiento de Hegel que por algo lo llamó su "libro de los descubrimientos". Toda la filosofía anterior a este libro es contemplada por él como una unidad que queda superada por su sistema dialéctico. Toda la filosofía posterior, tanto el pensamiento existencialista como el marxismo, incorporaron la propuesta hegeliana de un pensamiento dialéctico. Un pensamiento que comprende el momento presente y el devenir de los acontecimientos históricos, y en el que la conciencia, el lugar en el que sujeto y objeto coinciden, es la protagonista absoluta.
La Fenomenología del espíritu es un libro complejo que requiere para su comprensión un conocimiento filosófico y exige además una lectura esforzada y atenta. Pero, al igual que ocurre con todas las grandes obras, el lector no especializado puede también encontrar reflexiones que iluminen sus propias inquietudes. En el prólogo, escrito por Hegel después de terminada la obra, el autor añora tiempos pretéritos y lamenta la pobreza de ideas del momento: "El espíritu se muestra tan pobre que, así como el peregrino que anda perdido en las arenas del desierto se conformaría con un simple sorbo de agua, así también el espíritu sólo parece aspirar a refrescarse y aliviarse con ese somero y paupérrimo sentimiento de lo divino en general. Y, precisamente por aquello con lo que el espíritu se conforma, puede medirse la magnitud de su pérdida".
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viernes, 22 de enero de 2010