martes, 22 de septiembre de 2009

Ortega y Gasset (1)

El vitalismo. Ortega y Gasset






José Ortega y Gasset (1883-1955) fue uno de los filósofos españoles más reconocidos. Sus ideas tuvieron una gran difusión, tanto dentro de los círculos filosóficos como fuera de ellos. Como muchos intelectuales españoles, viajó a Alemania para estudiar filosofía. Estudió en la universidad de Marburgo.
La cultura española se siente en crisis a raíz del 98. Los intelectuales de la llamada Generación del 98 (Miguel de Unamuno, Antonio y Manuel Machado, Ángel Ganivet, Ramón del Valle-Inclán, Azorín y Pío Baroja son algunos de sus integrantes) afirmaban que España se encontraba en decadencia y que había que regenerarla. Precisamente el regeneracionismo, llamado así por el intelectual Joaquín Costa, caracteriza el empeño de los noventayochistas. Estos autores partirán de los problemas filosóficos que plantean algunas corrientes críticas de la Modernidad racionalista: Schopenhauer, Bergson, Nietzsche y Kierkegaard, para replantearse a España.
Ver a España como problema es lo que caracterizará también a los intelectuales de la generación siguiente, la de Ortega y Gasset, llamada la Generación del 14. En ella figuran también Américo Castro y Ramón Pérez de Ayala. Si los noventayochistas habían cuestionado a España desde posturas filosóficas que impugnaban radicalmente el racionalismo, los del 14 intentarán “atemperar” racionalísticamente la fogosidad de sus predecesores.

  1. Crisis cultural. El papel de las élites

En 1914, publicó su primer libro, Meditaciones del Quijote. El título podría llevarnos a pensar en que estamos ante unas reflexiones filosóficas sobre el personaje de Miguel de Cervantes. No se trata de eso. Podríamos verlo más bien como el Quijote meditando sobre los temas cardinales de la vida humana. Ese “del” es, pues, genitivo.

Como los miembros de la generación del 14, Ortega y Gasset plantea que la recuperación de la crisis cultural está ligada a un movimiento de reforma intelectual de España. Para ello, se adoptará un estilo de filosofar que tenga un impacto social. Por eso, Ortega y Gasset y sus compañeros de generación eligen el ensayo como género literario, más que el tratado filosófico especializado. Por esa misma razón, estos autores —y, sobresalientemente, Ortega— tendrán un perfil público muy alto, dictando conferencias, creando revistas y periódicos y publicando artículos periodísticos.  En su introducción a El espectador, libro que reúne una serie de artículos de Ortega, Gaspar Gómez de la Serna apunta:

Ortega levanta, exenta y aparte de toda acción concreta, la tribuna de su insobornable vocación intelectual: el puesto de francotirador desde el que encararse a solas con la perspectiva de la vida en torno, según fluye ante él, sin contaminación de ninguna especie de política concreta, a la que, a la postre, concluiría volviéndole la espalda como a una faena de segunda clase. Es entonces cuando empieza a entregar al público, aparte de sus libros, ensayos, lecciones y artículos de periódico, una especial comunicación directa, redactada y editada por él —El espectador—, en cuyas páginas “ideas, teorías y comentarios se presentan —escribe el propio Ortega— con el carácter de peripecias y aventuras personales del autor”.
(El espectador, Salvat, Barcelona, 1971, p. 11.)

Este párrafo explica cómo concibe Ortega y Gasset su labor intelectual. La suya es una labor crítica de la vida pública. El filósofo pretende que esta labor no tenga ataduras políticas (aunque sí tenga incidencia política).




Debe formarse, plantea el filósofo, una élite intelectual que sea la que regenere la cultura española. Ortega ve en la élite la contrapartida del problema característico de las sociedades contemporáneas: la masificación. En La rebelión de las masas, Ortega plantea que el siglo XX ha conformado un “hombre nuevo”, que no tiene nada de heroico, sino de conformista: el hombre masificado:

El mundo que desde el nacimiento rodea al hombre nuevo no le mueve a limitarse en ningún sentido, no le presenta veto ni contención alguna, sino que, al contrario, hostiga sus apetitos, que, en principio, pueden crecer indefinidamente.
(...)
Esto nos lleva a apuntar en el diagrama psicológico del hombre-masa actual dos primeros rasgos: la libre expansión de sus deseos vitales — por lo tanto, de su persona y la radical ingratitud hacia cuanto ha hecho posible la facilidad de su existencia. Uno y otro rasgo componen la conocida psicología del niño mimado. Y en efecto, no erraría quien utilice ésta como una cuadrícula para mirar a su través el alma de las masas actuales. Heredero de un pasado larguísimo y genial — genial de inspiraciones y de esfuerzos — el nuevo vulgo ha sido mimado por el mundo en torno. Mimar es no limitar los deseos, dar la impresión a un ser de que todo le está permitido y a nada está obligado. La criatura sometida a este régimen no tiene la experiencia de sus propios confines. A fuerza de evitarle toda presión en derredor, todo choque con otros seres, llega a creer efectivamente que sólo él existe, y se acostumbra a no contar con los demás, sobre todo a no contar con nadie como superior a él. Esta sensación de la superioridad ajena sólo podía proporcionársela quien, más fuerte que él, le hubiese obligado a renunciar a un deseo, a reducirse, a contenerse. Así habría aprendido esta esencial disciplina: "Ahí concluyo yo y empieza otro que puede más que yo. En el mundo, por lo visto, hay dos: yo y otro superior a mí." Al hombre medio de otras épocas le enseñaba cotidianamente su mundo esta elemental sabiduría, porque era un mundo tan toscamente organizado, que las catástrofes eran frecuentes y no había en él nada seguro, abundante ni estable. Pero las nuevas masas se encuentran con un paisaje lleno de posibilidades y, además, seguro, y todo ello presto, a su disposición, sin depender de su previo esfuerzo, como hallamos el sol en lo alto sin que nosotros lo hayamos subido al hombro. Ningún ser humano agradece a otro el aire que respira, porque el aire no ha sido fabricado por nadie: pertenece al conjunto de lo que "está ahí", de lo que decimos "es natural", porque no falta. Estas masas mimadas son lo bastante poco inteligentes para creer que esa organización material y social, puesta a su disposición como el aire, es de su mismo origen, ya que tampoco falla, al parecer, y es casi tan perfecta como la natural.
Mi tesis es, pues, esta: la perfección misma con que el siglo XIX ha dado una organización a ciertos órdenes de la vida, es origen de que las masas beneficiarias no la consideren como organización, sino como naturaleza. Así se explica y define el absurdo estado de ánimo que esas masas revelan: no les preocupa más que su bienestar, y, al mismo tiempo, son insolidarias de las causas de ese bienestar. Como no ven en las ventajas de la civilización un invento y construcción prodigiosos, que sólo con grandes esfuerzos y cautelas se pueden sostener, creen que su papel se reduce a exigirlas perentoriamente, cual si fuesen derechos nativos. En los motines que la escasez provoca suelen las masas populares buscar pan, y el medio que emplean suele ser destruir las panaderías. Esto puede servir como símbolo del comportamiento que, en más vastas y sutiles proporciones, usan las masas actuales frente a la civilización que las nutre.
( Cfr. “VI. Comienza la disección del hombre-masa”, en La rebelión de las masas)
Así, la masificación de la sociedad implica conformismo, falta de creatividad. Ello está relacionado con los ciclos generacionales que transitan por las diferentes épocas históricas. Hay épocas creativas, dice Ortega, pero también hay épocas de suma pasividad:
Hay, en efecto, épocas en las cuales el pensamiento se considera a sí mismo como desarrollo de ideas germinadas anteriormente, y épocas que sienten el inmediato pasado como algo que es urgente reformar desde su raíz. Aquellas con épocas de filosofía pacífica; estas son épocas de filosofía beligerante, que aspira a destruir el pasado con su radical superación. Nuestra época es de este último tipo, si se entiende por ‘nuestra época’ no la que acaba ahora, sino la que ahora empieza.
(“La idea de las generaciones”, en El tema de nuestro tiempo, Ediciones Revista de Occidente, Madrid, 1970, p. 18).
El que una época sea de cambios es algo que demanda la intervención de una minoría creadora que se contrapone a las masas, pasivas y conformistas:
Cuando el pensamiento se ve forzado a adoptar una actitud beligerante contra el pasado inmediato, la colectividad intelectual queda escindida en dos grupos. De un lado, la gran masa mayoritaria de los que insisten en la ideología establecida; de otro, una escasa minoría de corazones de vanguardia, de almas alerta que vislumbran a lo lejos zonas de piel intacta. Esta minoría vive condenada a no ser bien entendida: los gestos que en ella provoca la visión de los nuevos paisajes no pueden ser rectamente interpretados por la masa de retaguardia que avanza a su zaga y aún no ha llegado a la altitud desde la cual la terra incognita se otea. De aquí que la minoría de avanzada viva en una situación de peligro entre el nuevo territorio que hostiliza a su espalda. Mientras edifica lo nuevo, tiene que defenderse de lo viejo, manejando a un tiempo, como los reconstructores de Jerusalén, la azada y el asta.
(Ibídem, pp. 18-19).
En resumen, para Ortega y Gasset hay ciertas épocas históricas (y en ella, las élites intelectuales), que encarnan la vitalidad de la historia. La historia se ve, por tanto, como un proyecto inconcluso, un proyecto que está haciéndose, pero no en virtud del decreto de una entidad suprahumana a lo Hegel, sino porque la vida es la fuerza que hace historia. En este sentido, vemos cierta familiaridad con la doctrina bergsoniana del élan vital. Para Ortega, no se trata de una corriente vital, sino de la vida misma la que imprime su dinamismo a la historia.

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